De la Vida Real
Leer en voz alta me rompía por dentro

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Me acuerdo con terror. Cada vez que la profesora pedía que leyéramos en voz alta, sentía gotas de sudor en mi frente, y mis manos formaban un lago gigante que mojaba todo. Mi corazón latía sin control.
Sentía una piedra en la garganta y no podía tragar. La saliva no pasaba, por más que intentara. El pecho me dolía.
Buscaba escapar de la clase, pero si pedía ir al baño, la profesora diría: “Primero lee, luego te vas”.
Las lágrimas salían sin permiso. Las limpiaba disimuladamente con el cuello del saco. Quería que hubiera un temblor, que el techo cayera o que un hueco gigante me tragara.
Era mi turno. Las palabras bailaban frente a mí. Leía enredado, lento, como si mi voz y mis ojos caminaran sobre piedras. Nada sonaba como debía. Mi garganta no
reaccionaba, y mi lengua se enredaba como una serpiente gigante.
—¿Por qué nací? —me preguntaba.
Mi vida se reducía a ese instante.
Pasaba el tiempo y no lograba terminar ni la primera línea. Solo veía cuánto faltaba, y todo en mí se aceleraba. ¿Por qué no leo al ritmo de mis latidos?
—¡Siguiente! Valentina no sabe leer —decía la profesora, bravísima.
Tenía 10 años y un mundo estancado. Decían que en la lectura estaba la magia de vivir, las historias más hermosas. Para mí, eran cuentos de terror.
Sentía vergüenza. Mi cara se ponía más roja que sandía por dentro y luego más verde que una sandía por fuera.
Mis compañeros se reían. Yo me hacía chiquitita.
Un día me vi al espejo. Me vi linda: pecosa, cachetona. Me reí, mi pelo era color melcocha. Y frente a mi reflejo me conté:
“Había una niña que no podía leer, confundía palabras, no entendía las letras. Esa niña era yo. Adentro de ella crecía un monstruo peludo, rojo y feroz como un dragón. Cuando debía leer, no había agua ni sudor que apagara el incendio. Ningún extintor detenía el fuego que el monstruo lanzaba, quemando los libros que debía leer”.
Al final de la historia, sonreí.
Ese día, el espejo fue mi aliado. Para llegar a él, me encerraba en el baño y me contaba una historia distinta cada día.
Me acuerdo de una en especial:
“Mírame a los ojos —decía—. Con ellos ves. Mira tu nariz: respiras. Mira tus orejas: oyes. Mira tú pelo, que no sirve para nada, pero brilla como oro. El monstruo interno duerme. Anda, trae un libro y juntas practicamos leer en voz alta”.
Corrí. Tomé El patito feo. Leí lento, pausado, con calma. Sin sudor. Sin angustia. Me miraba a los ojos y veía cómo mi boca pronunciaba cada palabra.
Así, cada día leía frente al espejo. Sin miedo. Sin monstruo. Sin huir.
Descubrí que podía leer. A veces no entendía las palabras, pero el camino ya no dolía tanto. La serpiente de mi lengua se volvió un gusano de colores, torpe pero inofensivo.
El patito feo me acompañó hasta convertirse en cisne elegante.
Luego tomé otro libro. No recuerdo el nombre, pero hablaba de una familia pobre de zapateros. Trabajaban mucho hasta que, una noche, unos ratoncitos, en silencio, antes de que el papá abriera el taller, les hicieron todos los zapatos.
Con ese libro aprendí que se puede llorar con las historias. Que alguien escribe para dar esperanza. Que tal vez alguien, en algún momento, te ayude.
Practiqué poco a poco.
No leo bien. Ya adulta, el sudor sigue apareciendo. A veces, antes de leer en público, el monstruo despierta y susurra: “Quema todo y huye”.
Aprendí que no todos leemos igual. Yo leo con una cuica en la boca y un hielo en la garganta.
En sexto grado, cuando leí por primera vez en clase dominando ojos, sonrisa y oídos, me lucí.
La segunda vez me fue mal. Quería que el Cotopaxi erupcionara.
La tercera me fue mejor.
La cuarta, me fue tan mal que pensaron que debía hacerme una evaluación. Dijeron que tenía dislexia.
Con los años entendí que las palabras bailan, las frases cambian de lugar, lo que leo suena distinto en mi cabeza que en la realidad.
Pero así leo. Y gracias a la lectura he viajado a lugares increíbles: la Muralla China, amores en la India, Oriente sin selva, cruceros sin océano.
Entiendo lo que leo, o al menos creo entender. Un libro siempre será mi mejor compañero. Con un libro jamás estoy sola ni aburrida. A veces me río de lo mal que leo.
Perder el miedo fue un reto. Sigue siéndolo.
De cuando en cuando vuelvo al espejo. Mis ojos tienen arrugas, mi voz está más ronca, y mi pelo color miel tiene canas.
Y me siento feliz. Porque he vivido mi proceso de lectura junto a esa niña que, de chiquita, se enfrentó al espejo una y otra vez.