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De la Vida Real

Una mirada botánica

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

26 may 2025 - 05:50

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Contar cómo llegué ahí sería eterno. La cosa es que llegué, y no por agenda, deber ni demasiada curiosidad. Me topé con la exposición “Cosechando herencia: celebrando la diversidad de cultivos en Ecuador”, en la Universidad San Francisco de Quito, y entré.

No sabía que iba a salir de ahí distinta: un poquito más lenta, más atenta, más conectada. A veces no se necesita un sacudón, solo mirar los detalles de unos aguacates dibujados a lápiz y reaccionar. Ver el trazo exacto, la textura, el color idéntico al original. Un cuadro con cinco aguacates perfectos. Y el tiempo se detuvo, y los sentidos se prendieron. Eso logra el arte: pausa el tiempo, despierta los sentidos y nos conecta.

  • Universidad: el mismo nombre, otro mundo

La sala era sobria, silenciosa. Las obras colgaban en las paredes blancas. Había acuarelas tan minuciosas que daban ganas de pedirles perdón por contemplarlas tanto. No podía creer que esa chuquiragua, tan finamente trazada y con colores tan vivos, fuera obra de una ilustradora botánica. Cada detalle del tallo, de las hojas, de la flor. Podía sentir lo áspera que es cuando se la toca; pude imaginármela en el páramo, viva, rodeada de pajonales. Me impresionó la delicadeza de cada trazo, la finura del pincel con la que fue pintada, y admiré el pulso de la pintora al ilustrar “la flor de los Andes”.

Me pasó igual con las papas. Me imaginaba su sabor, su textura, su olor. Hasta el campo del que fueron cosechadas. Al mirar y admirar cada detalle, me trasladé de lugar. No eran cuadros decorativos: eran retratos precisos. Plantas, frutos, semillas, raíces… cada una pintada con devoción científica y también poética.

La exposición forma parte de la iniciativa global Botanical Art Worldwide 2025, y es la primera vez que Ecuador es sede. Participan 19 artistas de Ecuador, Perú y Chile.

La temática gira en torno a los cultivos ancestrales: chocho, mashua, maíz morado. El tomate de árbol, dibujado con tanto detalle, que pude saborearlo en jugo, en ensaladas o solo como fruta. Me lo imaginaba cocinado en almíbar y con una ramita de canela. Y cuando leí la descripción, supe que no era acuarela: era lápiz de color. Cada detalle me dejaba más impactada.

Cada obra fue un recordatorio de lo que dejamos de ver. De esos productos que salen de la tierra y que solo compramos para comer. Pero al ver estas ilustraciones, la perspectiva cambió. Hay belleza en cada alimento cosechado. Y hay alguien que se tomó el tiempo de dibujarlo, detallarlo, pintarlo y de mirarlo a fondo por horas de horas, tal vez días.

Sentí también que era una forma de rescate. Una memoria ilustrada. No hace falta saber botánica para sentirse tocado por la belleza de una hoja de chirimoya, o por la forma en que un fréjol cuelga del papel como si siguiera vivo.

Tuve la suerte de encontrarme ahí con Soledad Zurita, experta en arte botánico. Me explicó que cada trazo no solo busca estética, sino también fidelidad científica. Me ayudó a entender que no estaba viendo solo arte: era una forma de estudio, una manera de observar el mundo con lupa y cariño.

También entendí cómo este arte puede ser una herramienta de conservación. No desde la alarma, sino desde el detalle. Un retrato de una planta endémica puede tener más fuerza que una protesta. Porque nos toca. Nos mira. Nos obliga a mirar.

Pensé en cómo hemos dejado de ver. En cómo vivimos rodeados de plantas que ni siquiera conocemos por su nombre, que están ahí solo porque existen. Y en lo poderoso que es que alguien dibuje una semilla con tanto detalle que te obliga a prestarle atención, aunque sea por un ratito.

La exposición también se presentará en el Jardín Botánico de Quito, del 23 al 25 de mayo, y vale la pena ir más de una vez. Una para mirar, otra para entender. O muchas más. Porque cada obra es una conversación entre la tierra, la mano, el detalle y la paciencia.

Salí con el corazón raro. No emocionada en el sentido clásico, sino conmovida. Como cuando alguien te recuerda algo que habías olvidado. Me dieron ganas de sembrar, de escribir, de caminar más lento y observar más.

El arte botánico me enseñó otra forma de mirar: una que no corre, que se queda. Una forma de entender el mundo a través de lo que nace, crece y permanece, aunque sea solo en papel.

La vida me llevó por casualidad a esta exposición, y le agradezco porque salí con otra mirada. Con una herencia cosechada en papel. Con la certeza de que, mientras alguien siga pintando la botánica, siempre habrá tiempo para observar, contemplar y aprender.

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