De la Vida Real
Mujeres con raíces

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Las mujeres funcionamos muy bien en comunidad. Por eso, donde vayamos, encontramos grupos de mujeres que se juntan a leer, a tejer, a cocinar, a jugar cartas. Y en esos espacios afines surgen conversaciones sobre la vida, la familia y lo que nos apasiona. Son espacios creados por mujeres y para mujeres, donde la información fluye, la enseñanza avanza y las risas ganan.
Conocí a un grupo de mujeres que comparten huertos. Se regalan semillas, se intercambian plantas y hacen mingas para las cosechas. Se reúnen a sembrar y a componer los suelos. No eran amigas de siempre. La vida las fue uniendo de a poquito hasta que, casi sin darse cuenta, se hicieron una tribu. Se conocieron en el pueblo donde viven, La Merced, en las faldas del Ilaló. Desde ahí, cada una cuenta su historia, vive una realidad distinta, siembra con las técnicas aprendidas, con las técnicas heredadas, y entre las cinco comparten lo que saben, lo que les ha funcionado.
—No, no es buena fecha para sembrar en esta luna —dice Patricia Aguilar, quien tiene un huerto perfecto dentro de un invernadero. Ahí cultiva plantas de hoja: lechuga, rúcula, col, cebolla larga. Afuera están los frutales, “hasta tengo una mata de uva”, me contó con orgullo.
“Aquí el problema son los pájaros, que me acaban los higos —dice muerta de risa—, pero vuelta, ellos también necesitan comer. Les encanta. Les dejo no más. Son parte del entorno. Toca sembrar dos higueros: uno para ellos y otro para nosotros. Pero son inteligentísimos, se han de ir comiendo los dos.”
El huerto de Silvia Quisaguano es más desordenado, pero todo está etiquetado con esmero: “lavanda”, “toronjil”, “romero”. Silvia tiene un conocimiento profundo sobre las plantas medicinales. Ha vivido toda su vida en La Merced. Sus papás, abuelos y bisabuelos también. Nadie como ella conoce cada planta, su sabor, su uso, su origen.
“Mire esta se llama tsintso —me dijo— es una delicia. Mi mamá preparaba locro con esta planta, la mezclaba con queso fresco y la comíamos con choclo. Usted no se puede imaginar el sabor que da. Esta otra es tilo, sirve para la tos.”
El recorrido fue casi científico. Tenía un costal lleno de maíz. Le pregunté para qué tanto. “Es maíz germinado para hacer chicha de jora”, me dijo. He tomado chicha toda mi vida, pero no sabía que el maíz debía pasar por un proceso.
“Se le remoja —explicó— y cuando ya germina, se le seca al sol. Venga, venga a probar un vasito.” Y probé. Me cayó como medicina para el alma. En este calor de verano, un vaso fresquito de chicha recién preparada fue justo lo que necesitaba para seguir.
Después fuimos todas juntas a la casa de Jennie Carrasco, periodista y poeta que se cansó de la ciudad y se fue a La Merced a cultivar. Nos contó que el terreno que compró era de cancagua dura, una tierra que no servía para casi nada. Con técnicas de resucitación de suelos y mucho abono, logró transformarlo.
“Ahora tengo poca producción, pero mucha variedad —dijo—. Ninguna de nosotras usa pesticidas. Hay que saber sembrar, rotar cultivos, aprender a convivir con la tierra para que no lleguen plagas. Es un proceso de mucho aprendizaje.”
Con lo que producen, salen los sábados y domingos a vender en la feria. “Es una belleza —dice—. Este estilo de vida no lo cambio por nada. Es sacrificado, sí, pero te llena de beneficios físicos y mentales. Aquí vivimos tranquilas. Nos ayudamos las unas a las otras.”
Nos brindó pan hecho por ella. “Aquí cerquita hay un señor que tiene un molino y vende todas las harinas que puedas imaginar. Justo ayer no tenía harina integral, pero prueba este pan, me quedó una delicia”, dijo.
Y sí. Estaba tan bueno que entre todas nos terminamos. Recién horneado, suave, tibio, con olor a casa. A veces, el pan compartido entre mujeres sabe a origen, a raíz, a reencuentro.
Luego me llevaron a la casa de LulaPo (Lourdes Pozo). Hicimos una pequeña pamba mesa en su cocina, una cocina que parecía salida de un cuento de los años veinte, con sartenes y ollas a la vista, una cocina viva, llena de condimentos naturales. Un sueño. En la mesa pusieron tostado, pan fresco, mermelada de limón cosechado del jardín y otra de moras con miel de rosas. También probé tomates al escabeche con cebolla orgánica y tomates cherry sin pesticidas. Un potaje.
Lula se dedica a preparar brunchs para gente que quiera ir a comer al estilo campesino. Contó que se levanta a las dos y media de la mañana a cocinar, para que todo esté fresquito para los comensales. Y las proveedoras de sus ingredientes son sus amigas.
Así fue como, un día entre semana, conocí a este maravilloso grupo de mujeres que viven de las plantas y para las plantas.