De la Vida Real
Entre el derecho a protestar y el derecho a vivir en paz

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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El paro nacional en el Ecuador deja secuelas económicas y humanas que casi nadie está midiendo: comerciantes, hoteleros, transportistas y familias enteras que no protestan, pero que sufren por las consecuencias de esta paralización.
En el Ecuador los paros indígenas son parte de nuestra historia. Han tumbado presidentes, han frenado medidas políticas y han recordado que el derecho a la protesta existe. Esta vez no es distinto: la gente salió a las calles cuando el Gobierno decidió quitar un subsidio al diésel que llevaba décadas. ¿Era necesario? Sí. ¿Es justo? También. Pero, como siempre, los fregados son los que están en el medio de este conflicto.
En este paro el ambiente de protesta se siente distinto: más desunido, más dividido, y más egoísta. Ya no parece una causa común, sino una guerra de egos: “yo no cedo si tú no cedes”. Y mientras tanto, hay un segmento de la población que se queda atrapado entre dos fuerzas: gobierno vs. protestantes.
Ahí están los comerciantes, hoteleros, cocineros, transportistas, tenderos de barrio, pequeños agricultores, artesanos, dueños de restaurantes, conductores de buses, taxistas, feriantes, guías turísticos. Un país no se sostiene solo en grandes decisiones políticas: también se sostiene en ese día a día que hoy nos tiene en pausa.
El panorama es desesperante: Niños que no pueden ir al colegio. Negocios que no abren por miedo, o abren sin clientes. Almacenes que no logran entregar pedidos porque las carreteras están bloqueadas. Turistas que cancelan sus viajes.
El turismo, otra vez, es de los más golpeados. Para nosotros, sobre todo para los quiteños, esas rutas al norte son parte del plan de un día: ir a Cayambe, parar por el Reloj del Sol, luego comer unos bizcochos con manjar, después pasar por Otavalo e ir al mercado de ponchos, comer carnes coloradas en Cotacachi y curiosear la moda en Atuntaqui. Con las vías cerradas, nada de eso se puede hacer.
Y está el tema de la leche: toneladas que se botan, se pierden o se dañan porque no logran llegar a destino. ¿Alguien ha pensado lo que significa para un lechero perder un litro de leche? Es un golpe duro que no aparece en las estadísticas, pero sí en los bolsillos de miles de familias.
El problema ya no es solo económico, es también humano. Pueblo contra militares. Militares contra pueblo. Policías contra ciudadanos. Ciudadanos contra policías. Un muerto. Varios heridos. Y una angustia colectiva que nos desgarra.
El derecho a protestar está. La necesidad de quitar el subsidio también. Pero mientras no haya un punto intermedio, un verdadero diálogo, el país entero queda detenido. Este paro no se siente como un acto de unidad, sino como un paro caprichoso, donde ni siquiera queda claro quién pide qué.
He tratado de hacer un análisis profundo del tema, pero es tan complejo que muchas veces no se entiende nada. Solo pienso en las personas que sufren las consecuencias, directas o indirectas. En los negocios que quiebran. En los niños que se atrasan en clases y seguro tendrán que recuperar los fines de semana o en vacaciones de verano. En los pequeños productores que se levantan a las cuatro de la mañana para que luego sus productos se pierdan en la carretera bloqueada.
El Gobierno debe dar la cara, asumir su rol y resolver. No basta con señalar a los “infiltrados criminales” ni con declarar estados de excepción. El deber de un Estado es mediar, negociar y proteger a todos sus ciudadanos. La protesta es válida, el reclamo también, pero las soluciones deben pensarse con inteligencia y sentido de justicia.
Porque en este pulso de fuerzas, los que pierden no son los grandes políticos ni los líderes de las comunidades. Los que pierden son los que no tienen voz. Los que no salen en los noticieros. Los que se quedan esperando un bus que nunca pasa, un pedido que no llega, una clase que se suspende.
El país no puede seguir atrapado en una pelea sin salida. Protestar es un derecho, gobernar con responsabilidad también. Pero mientras ambos bandos se enfrascan en quién cede primero, medio Ecuador está paralizado. Y la angustia de quienes no protestan, pero sí sufren, se convierte en la herida más profunda de este conflicto.
Al final, queda claro: el paro no solo es un grito político, es un golpe silencioso a la economía popular. Y si no se encuentra rápido un punto intermedio, lo que se quiebra no es solo el diálogo: lo que se quiebra es el país.