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Sociedad

“Ya te mandé para la luz, no pelees”; los desafíos del amor y crianza de los hijos cuando uno de los cónyuges es migrante

La migración no solo mueve personas: reescribe las reglas del amor y de la crianza de los hijos. En Ecuador y Estados Unidos, parejas sostienen su matrimonio y familia por llamadas de WhatsApp o FaceTime, entre turnos nocturnos y remesas.

Vivir un matrimonio y una familia a distancia es uno de los desafíos de los migrantes ecuatorianos que viven en los Estados Unidos.

Vivir un matrimonio y una familia a distancia es uno de los desafíos de los migrantes ecuatorianos que viven en los Estados Unidos.

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Selene Cevallos

Autor:

Selene Cevallos

Actualizada:

28 oct 2025 - 05:55

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NUEVA YORK. Mariela y Ángel discuten desde dos cocinas separadas por 4.000 kilómetros.

—¿Por qué me ignoras cuando te llamo? —lanza Mariela desde Cuenca, con el delantal aún puesto.

—No te ignoro, estaba trabajando —responde Ángel desde Queens, Nueva York, con el celular en la mesa en medio de sus herramientas de trabajo —. Y apaga ese extractor, que no te escucho.

La escena no es imaginada: fue el propio Ángel quien la reconstruyó después. Las discusiones ya no necesitan sala ni dormitorio. Caben en una pantalla de 13 pulgadas, sobreviven al retardo del wifi y se traducen solas: “¿qué dijiste?”, “nada, que te extraño”. La pelea hace eco en dos países, pero ocurre en el mismo minuto.

Lo que se ve en esa escena —explica más tarde Andrea Mite, psicóloga y especialista consultora en inclusión, diversidad y derechos humanos.— no es ruido doméstico: “El amor también migra. Y cuando migra, cambia de forma. Las parejas ya no se aman, ni discuten, ni crían en el mismo territorio: ahora lo hacen a través de la virtualidad que impone la distancia.” No es un fenómeno privado: debajo late una estructura forzada por empleo, papeles, desigualdad y costos que no se eligen: “No todas las separaciones son románticas; muchas son políticas, sociales o económicas”, señala.

Karina (Loja) y David (Elizabeth, Nueva Jersey) no se casaron por pantalla, pero casi: planearon toda la boda por videollamada. Ella recorría salones en Loja con el celular en alto; él opinaba desde una bodega en Nueva Jersey, casco aún puesto. Menú, flores, invitaciones y hasta la lista de regalos se decidieron por FaceTime. El reto llegó después, cuando David regresó a Estados Unidos: ser pareja sin compartir vida. No poder celebrar juntos lo bueno ni sostener juntos lo difícil. Cuando a ella le subieron el sueldo, él aplaudió por video, pero no hubo cena ni abrazo. Cuando a él le dieron el reconocimiento de “empleado del mes”, ella no pudo acompañarlo. La distancia convierte todo en trámite: una fiesta narrada, un miedo contado, una alegría en diferido.

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Andrea Mite lo nombra sin dramatismo: “La idea de familia se modifica cuando ya no todo ocurre en el mismo espacio. No solo se separan dos personas: se tensiona todo el sistema familiar. Ese vacío genera inestabilidad, dudas, preguntas sobre hacia dónde evoluciona una relación que ya no tiene un territorio común”.

El tiempo es el otro adversario. David amanece a las 4:00 a. m. en Nueva Jersey; a esa hora Karina todavía no bosteza. Cuando uno quiere hablar, el otro necesita acostarse. Cuando uno planifica, el otro apenas sobrevive el día. Las parejas transnacionales viven con dos relojes: vida local y vida conyugal, casi nunca alineadas.

Según Mite, el desfasaje horario no es un detalle técnico: 

“El vínculo se sostiene con lo que queda disponible en los pocos minutos en que los dos coinciden. Eso comprime el conflicto y comprime también el cuidado. Lo que en una relación presencial se procesa en todo el día, aquí se condensa en media hora de llamada”.

Andrea Mite, psicóloga

La educación de los hijos con padres en dos países

La crianza tampoco se salva. Mariela y Ángel no solo discuten: también crían a distancia. Él ayuda a hacer tareas por videollamada —“Léeme la página 22”— y ella gira la cámara para mostrar el cuaderno. Niños que crecen con un progenitor en altavoz.

Los hijos también entran en este modelo remoto. Hacen tareas por videollamada, muestran cuadernos por cámara y reciben indicaciones desde otro país. Andrea recuerda que, desde la teoría del apego, “todo el desarrollo emocional del ser humano se da desde su primera infancia” y que allí el niño necesita disponibilidad emocional real del progenitor. La mediación por pantalla —explica— trastoca la manera en que el niño aprende a sentir seguridad, porque “ninguna videollamada va a reemplazar el abrazo o el beso”. La interacción es lo que construye confianza.

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Hay otra capa menos visible: la economía del vínculo. Cuando la tensión sube, aparece el banco como tercer actor. “Ya te mandé para la luz, no pelees”, dice Ángel. Una transferencia funciona como tregua. Para Andrea, no es un detalle romántico: “Cuando el dinero reemplaza la presencia, la relación aprende que el afecto se tramita con transacciones. A veces opera como cuidado; otras, como poder. Y para quien recibe, puede convertirse en dependencia o culpa. Nada de eso es neutro.”

La migración además reorganiza deberes que no estaban pensados para sostenerse a distancia. Las familias exigen, opinan, juzgan. “No solo afecta a la pareja —advierte la psicóloga—. Muchas familias no están de acuerdo con relaciones que no comparten territorio. Hay presión, vigilancia, dudas sobre el futuro. Se vuelve un sistema sensible, frágil y muy expuesto.”

Según la Organización Internacional para las Migraciones, 17,5 millones de personas migran hoy dentro y fuera de América Latina y el Caribe. Detrás de ese movimiento hay arreglos familiares como el de Mariela y Ángel: parejas que ya no comparten país, pero siguen intentando compartir su vida.

Y bajo todo, late un dato estructural: estas parejas no están separadas porque quieren sino porque uno de ellos decide buscar oportunidades en el extranjero. “Los estados producen desigualdad familiar cuando las políticas migratorias impiden la convivencia. Ese costo no se ve en las cifras, pero se cobra en la vida cotidiana”, dice Mite.

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No todo deriva en ruptura, pero sí en desgaste. Hay parejas que, en lugar de quebrarse, desarrollan un músculo emocional poco común: aprenden a esperar, a nombrar sin estallar, a sostener en la virtualidad. Pagan alto, pero adquieren una habilidad: persistir con herramientas diferentes.

Otro domingo cualquiera, Mariela y Ángel terminan la videollamada sin gritos. Ella muestra algo nuevo que recién se compró. Él le dice que sí le llegó la notificación del banco. Se ríen del retraso de medio segundo y prometen “mañana a la misma hora”. A veces cumplen, a veces no. El amor a dos husos es así: un aprendizaje continuo, un refrán nuevo, una videollamada que, contra todo pronóstico, no se corta.

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