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De la Vida Real

Mi infancia en casa de la Atita

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

24 oct 2021 - 19:00

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El sábado tuve un encuentro con el tiempo. Un tiempo de un Quito nublado, nostálgico.

Cuando mi ñaño y yo éramos niños, a mis papás les invitaban a muchos lanzamientos de libros, se ponían elegantes y salían de la casa con abrigos. Nos organizaban para dejarnos por la noche donde éramos felices. 

Mi ñaño se quedaba en la casa de mi primo y yo amaba irme a la casa de mi bisabuela. Estábamos en la misma calle.

En medio vivían mis abuelos, no me gustaba quedarme donde ellos, porque tenía terror de dormir solita en el cuarto de huéspedes; entonces iba donde me sentía protegida, al cuarto de la empleada de mi bisabuela, que era parte de la familia. 

Ella me mimaba mucho y me preparaba de cenar y desayunar el que para mí era el manjar de los dioses: en un pan, clásico de tienda, untaba margarina y ponía dos cucharadas de azúcar. 

Sentía que mi bisabuela no me quería tanto o tal vez no le caía bien. Pero la Atita me adoraba, y yo la adoraba de vuelta.

"Niña Valita, ¿quiere una lechecita caliente con azúcar?", me preguntaba siempre. Mientras tomaba la leche, veía cómo ella lavaba los platos en un enorme lavadero de cemento y contaba historias de las que no me acuerdo nada, porque me concentraba más en ver cómo hacía primero espuma, mucha espuma, para de ahí con un trapo viejo fregar los trastes.

Me encantaba ver sus manos viejas, gordas, llenas de pecas dentro del agua, disfrazadas de espuma. No usaba jabón para platos, sino detergente en polvo para ropa, que estaba dentro de una funda descolorida y arrugada.

Con ella aprendí que en la cocina se trabaja con magia. Cuando preparaba tamales de mote, me hipnotizaba ver cómo ponía de a poco la mezcla con una cuchara de metal, sobre una hoja de achira. Con delicadeza casi poética doblaba cada tamal sin dejar que la hoja se manchara o se rompiera.

El sábado tuve ese encuentro con mi historia en pleno presente. El Wilson y yo fuimos a al lanzamiento del libro de mi amiga Julia Rendón. Nos pusimos elegantes y encargamos a los guaguas con mi tía.

Subimos a Quito en una tarde de lluvia, donde la neblina se apodera de cada rincón de la capital. Llegamos a la calle Bosmediano. Pasamos por la casa de mis primos, que ahora es un restaurante. Pasé también por la casa de mi abuela, que también es un restaurante y llegamos a la casa de mi bisabuela, donde ahora es el Centro Cultural Benjamín Carrión.

Alcé a ver, y ahí estaba la ventana donde mi bisabuela se sentaba las tardes junto a un árbol de limones diminutos que no nos dejaba coger, pero que todos comimos alguna vez. Eran igual de ácidos que cometer el pecado de la desobediencia. 

Ahí estaba, al fondo, la puerta de madera del cuarto de la Atita, donde oí tal vez las mejores historias de la vida, pero yo me fijaba en sus zapatos negros y cuadrados, en sus medias nailon a media canilla.

Se ponía unas faldas grises con el cierre al costado, unas blusas con estampado de flores y tres botones. Tenía el pelo largo, matizado entre gris y blanco. Se hacía un moño que solo se soltaba para dormir. Se ponía una pijama larga, rosada.

-Atita, ¿usted sabe por qué a mi bisabuela le dicen Mamaniña?

-Porque dio a luz cuando tenía 16 años. Y el doctor le dijo: "Usted es una mamaniña". Valita, duerma, mi niña, que hemos hablado mucho hoy.

Todo está cambiado, modificado, igual que mis recuerdos. Lo único que se conserva intacto son el frío y la neblina capitalinas.

Se acabó el lanzamiento, pero mis recuerdos se quedaron fijados como si se tratara de una película en blanco y negro que muestra la casa donde pasé mi primera infancia. 

Había muchos cuadros y vajillas mexicanas, tapetes tejidos en croché. El teléfono estaba sobre una cómoda muy grande de madera, donde también había una guía telefónica llena de recados, anotados con distintos esferos de colores y caligrafías.

Cómo me hubiera gustado, ahora que soy adulta, haber entendido lo que la Atita me contaba, haber abierto cajones para descubrir secretos. Cómo hubiera amado sentarme junto a la Mamaniña y oír sus historias.

Mientras ella hablaba, yo me fijaba cómo fumaba. Dejaba que el cigarro se consumiera mucho antes de botar la ceniza en un cenicero de cristal pesado, con el dedo índice daba un golpe y la ceniza caía entera.

Tantas historias, y yo solo me acuerdo de esos pequeñísimos detalles que me importaban en la infancia y me acompañan en mi adultez.

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