Gerardo Mejía; la reinvención múltiple del ícono pop latino en Estados Unidos
Su tránsito —de artista global a pastor, representante de talentos y empresario— es un ejemplo de cómo los migrantes ecuatorianos intentan reinventarse fuera de Ecuador.

Gerardo Mejía y su hija Nadia, en Ecuador, con la marca de café que impulsa desde Estados Unidos.
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NUEVA YORK. A inicios de los noventa, cuando MTV era el pasaporte cultural del planeta, un ecuatoriano de melena larga irrumpió con un ritmo insolente y un estribillo que los estadounidenses repetían entre risas: “Rico Suave”. Gerardo Mejía se convirtió en un fenómeno global en un país donde pocos latinos habían conquistado el centro de la cultura pop. Treinta años después, aquel artista vuelve a aparecer en el radar de la comunidad ecuatoriana, no por un revival nostálgico, sino por una biografía que parece escrita en capítulos independientes: estrella musical, pastor evangélico y empresario cafetero en Kentucky.
Cuando se le pregunta por el hilo conductor entre todas esas vidas, Gerardo responde sin rodeos: “Dios. Él veía lo que yo no veía”. Dice que nunca imaginó que después de los 60 seguiría vinculado a la industria musical, aunque ya no desde el escenario, sino como A&R —representante de artistas —especializado en conectar artistas latinos con el mercado global. “Ese don de la música sigue conmigo”, afirma, “pero ahora lo uso para abrir puertas a otros”.
La transición hacia el pastorado, quizás su giro más inesperado, asegura que no se produjo por una ruptura sino por acumulación de sentido. En Kentucky —donde lidera una iglesia mayoritariamente blanca— su pasado artístico funciona como acceso y puente cultural. “Aquí todos invitan a sus amigos diciendo: nuestro pastor es Rico Suave”, cuenta entre risas. Entra la curiosidad, dice, pero luego “Dios los toca” y ese guiño pop se disuelve en un proceso espiritual más profundo.
La historia de Mejía es también una lectura sobre las rutas de movilidad social latinoamericana en Estados Unidos: zigzagueantes, creativas, sostenidas por resiliencia y reinvención. Es consciente de ello. “Reinventarte solo depende de ti”, explica. “A veces nos dejamos llevar por el fracaso, pero yo no paré. Seguí con fe”. Su trayectoria lo confirma: del brillo de los noventa pasó al trabajo silencioso de impulsar carreras ajenas, hasta convertirse en consultor clave para disqueras que buscan “hacer el crossover” de artistas latinos al mercado anglo.

El café como nueva empresa
Su faceta empresarial nació en una feria de productos en Qatar, donde encontró un pequeño stand con café ecuatoriano y allí conoció a quien hoy es su socio: él tenía el producto, Gerardo la marca y la visión comercial. Durante un año trabajaron en ajustar el perfil del grano. “A veces salía muy amargo, no estaba ‘Rico Suave’ aún”, recuerda. Fue un proceso de catas, ajustes y reformulaciones hasta dar con un café lojano de sabor más equilibrado y suave, el que hoy comercializan. La pandemia, paradójicamente, aceleró la venta: el consumo de café subió en Estados Unidos y los anuncios caseros de Mejía empezaron a circular con fuerza.
Hoy su café se distribuye a lo largo de la costa este, de Boston a Miami, y se vende en Amazon. Gerardo evita dar cifras, pero se guía por un estándar claro: “Cuando esté generando 10 millones al año, hablamos. Esos son los números que te piden los gigantes”. Mientras tanto, dice, es “camellar todos los días”, un verbo que articula buena parte de su identidad ecuatoriana.
La nostalgia —esa fuerza emocional que sostiene muchos emprendimientos de los migrantes ecuatorianos— también se filtra en su estrategia. La funda turquesa del café, el nombre, el aroma: todo apela a un recuerdo, pero no se sostiene solo en él. “Si el producto fuera turro, sería otra cosa”, dice. La calidad, insiste, es la que sostiene el retorno. Y la comunidad ecuatoriana ha sido determinante: Nueva York, Nueva Jersey, Connecticut y Miami figuran siempre como los territorios donde más se vende.
Mantener la identidad siempre, un desafío
Su vida familiar también es parte de su relato. En su iglesia, 500 feligreses —casi todos anglosajones— ya saben qué es un bolón, un ceviche o un caldo de bola. “Les hablo como si fueran guayacos”, dice. Su esposa, estadounidense, cocina platos ecuatorianos en reuniones pastorales, y su hija Nadia, actual Miss Universo Ecuador, amplifica ese cruce cultural. Para él, criar una familia latina en Estados Unidos implica mantener viva una identidad que “tiende a diluirse rápido”, pero también demostrar que puede convivir con otras sin perder autenticidad.

El artista que quiso firmar a jóvenes ecuatorianos antes de que la escena urbana local tomara forma, también observa con claridad el momento actual. “Algo grande va a pasar en Ecuador”, asegura, comparándolo con el auge de Chile. Su misión —dice— es firmar al primer artista ecuatoriano que pueda convertirse en fenómeno global.
Al final, cuando se le pregunta qué parte de su historia no se ha contado, Gerardo vuelve a lo esencial: trabajo, familia, fe, oportunidad. “Nunca es tarde para comenzar de nuevo”, insiste. Su biografía, que empezó en Los Ángeles en 1976, atravesó la fama global y terminó en un púlpito de Kentucky con café ecuatoriano circulando por la mitad del país, es un recordatorio de cómo la diáspora latinoamericana escribe sus propias rutas de ascenso: inesperadas, híbridas, tercamente vivas. Su marca —musical, espiritual, comercial— es hoy el eco maduro de aquel joven de los noventa. Tal vez por eso sigue siendo, sin proponérselo, un símbolo.
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