Viernes, 26 de abril de 2024
La Cocina Imaginada
Gracias, no bailo, hoy vine a comer
Ignacio Medina

Ignacio Medina

Me dedico al periodismo gastronómico desde hace 40 años. He trabajado en diarios, revistas especializadas, emisoras de radio y programas de televisión. La crítica es imprescindible para avanzar en cualquier disciplina; sin ella es difícil hacerse preguntas y recibir estímulos para buscar respuestas. 

Actualizada:

4 Dic 2021 - 0:05

Los comedores ecuatorianos acostumbran ser como una caja de truenos sin salida de emergencia.

No deja de sorprenderme la naturalidad con que afrontamos el estruendo de nuestros restaurantes, no importa si son locales populares o estamos ocupando mesa en muchos de los más reputados.

Casi tanto como me sorprende la extraordinaria habilidad de decoradores, arquitectos e interioristas para convertirlos en la exaltación del fragor urbano. ¿Ninguno hizo un curso de insonorización de locales? 

Sus materiales preferidos, el vidrio y la piedra, están incapacitados, como sucede con el metal, para absorber el sonido; por el contrario, multiplican el eco hasta convertirlo en estruendo.

Desde que retiraron los manteles, el efecto aumenta todavía más. La historia se repite en toda la región.

Cuanto más dinero se invierte en un nuevo restaurante, más arquitectos y más interioristas especializados –disculpen el sarcasmo- se contratan, más ruidosos, incómodos e inhabitables son nuestros comedores.

Sucedió hace años. Comía en un restaurante de San Sebastián con estrellas en la guía Michelin, cuando mi acompañante latinoamericano levantó la vista del plato, miró alrededor suyo, dando un repaso al comedor, y preguntó: "¿no hay música en los restaurantes españoles?".

Tenía razón. No la hubo ese día, ni los anteriores en los que me acompañó. Pasamos tres días visitando restaurantes, casi siempre sin música y cuando la había apenas se notaba; solo la imprescindible para ocultar el silencio y dejar a salvo la intimidad de la conversación en la mesa.

No entendí su sorpresa hasta que llegué a Sudamérica, donde el fragor de la música parecía definir el estado natural de las cocinas.

Hasta entonces, creía que los restaurantes eran lugares propicios para disfrutar con la comida y, a ser posible, con la compañía: alguna dosis de esa fascinante intimidad que se concreta en público, ocultando y mostrando a partes iguales, buena conversación y el añadido (cuando todo encaja) de los placeres que proporciona la mesa. 

Aquellos comedores invitaban más a bailar que a comer, y pude entender que había saltado al otro lado de la moneda. Desde la perspectiva local, mi vida pasó en el lado equivocado de la mesa, aunque a mí se me antojaba estar visitando el lado oscuro; el fragor no estimula mi relación con la cocina.  

En nuestros restaurantes se puede hablar, siempre que sea a gritos. Cuando la música y la sobrepoblación del comedor alcanzan la categoría de ruido, imponen una barrera sonora solo superable con muchas dificultades.

Levantas la voz para hacerte escuchar por tu compañero de mesa y gritas para hablar con el camarero, él responde todavía más fuerte, el de la mesa contigua aumenta el volumen para que su vecino pueda entenderle y así sucesivamente. 

De vez en cuando todos enmudecen una micra de segundo, como si se hubieran puesto de acuerdo y ese repentino silencio, en lugar de tener relación con el paso de un ángel, hace todavía más notable el griterío que llenaba y volverá a inundar el comedor.

Algunos comedores parecen gallineros, aunque te cobren como si ofrecieran un ambiente agradable y relajado.

Las opiniones expresadas por los columnistas de PRIMICIAS en este espacio reflejan el pensamiento de sus autores, pero no nuestra posición.

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