Sábado, 20 de abril de 2024
La Cocina Imaginada
El día que encontré el inolvidable y complejo viche
Ignacio Medina

Ignacio Medina

Me dedico al periodismo gastronómico desde hace 40 años. He trabajado en diarios, revistas especializadas, emisoras de radio y programas de televisión. La crítica es imprescindible para avanzar en cualquier disciplina; sin ella es difícil hacerse preguntas y recibir estímulos para buscar respuestas. 

Actualizada:

13 Ago 2022 - 0:05

Encontré mi primer viche donde menos lo esperaba, en un comedor popular del Centro Histórico de Quito. Entramos al primer lugar que encontramos, a comer algo en una pausa de un rodaje.

Debió ser en la calle Venezuela o en la Vargas, y era un espacio humilde, de diario, que ofrecía cocina manabita. Había escuchado de ella y leído de su fama, pero no la había probado.

Mis viajes anteriores a Quito giraron alrededor de uno de esos cocineros pagados de sí mismos, excluyentes y despectivos con lo propio que marcaban el ritmo de la época.

El día que pedí comer ecuatoriano en mi primer viaje -debió ser por 2013 o 2014- se me llevó a un local de la Foch, con fotos de platos en las paredes y un pequeño comedor en la planta alta, donde cantaban tangos a los turistas. Salí corriendo sin llegar a sentarme.

Luego empecé a visitar luminarias culinarias, por lo general fallidas, henchidas de ínfulas y con muy poco de lo que presumir, aunque esa historia queda para otro día.

El caso es que me senté en aquel local para sumergirme en el contenido de un cuenco hondo, ancho y humeante; mi primer viche.

Después, cuando fui conociendo Manta, San Vicente, Rocafuerte, Pedernales, Chone, Quevedo, Bahía... entendí que para los manabitas hay tres ingredientes sagrados: el maíz amarillo, el maní y el verde. Sobre todo el verde; allí el verde es otra cosa.

Me impactó la presencia de un caldo denso y trabado, tanto como el dulzor que definía su naturaleza: los dominicos rallados y convertidos en pequeñas bolas, las rodajas de maduro, el camote, y el maní envolviéndolo todo. 

Conservo la foto del plato -poco clara, por cierto- y las notas que tomé del guiso. Había choclo y tengo anotada una pieza de yuca, pero no tengo tan presente si incluía la achojcha -en mi otra casa le decimos caigua- que luego he encontrado en otras versiones.

Se notaba la presencia del achiote del refrito y el papel del orégano entre los condimentos. No era, seguro, el oreganón que he gozado en la costa, pero nunca se tiene todo.

El pescado fue lo de menos. Atún con más cocción de la debida y dos camarones de piscigranja, que siempre se me antojan accidentes culinarios.

Muchos se darán por aludidos, pero no entiendo el fervor por esos camarones de cría, con extraños sabores inducidos, cuando pueden gozar de la grandeza, la naturalidad y la franqueza del camarón -blanco, café o rojo- que pescan en sus mares.

Veo el viche como un guiso que se instala en la frontera entre la tierra y el mar, sobre la misma línea de la costa, para reunir lo mejor de cada mundo. El mar y la tierra dándose la mano en una propuesta que nunca olvidaré.

Los primeros sabores, los del descubrimiento que aquel día también fueron los de la revelación del maní -luego me llegaría la salprieta recién hecha y mi horizonte culinario se abriría más-, se quedan para siempre.

Noticias relacionadas