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De la Vida Real

La hora pico, un grito en silencio, una felicidad escondida

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

09 feb 2020 - 19:00

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Hay días como hoy en los que bajo los brazos y grito en silencio. Lo único que quiero es comer un chocolate ultra calórico y no sentir culpa.

Sí, estoy agotada de tanta responsabilidad. Estoy agotada de ser la mediadora familiar. Estoy agotada de levantarme, de mirarme al espejo y de tratar de tapar las ojeras con más de 10 capas de base. Hay días como hoy en los que quiero salir corriendo. Bajo los brazos porque estoy cansada.

Me encanta ir en bus cuando no es hora pico. Me siento al lado de la ventana, la abro al máximo y el viento roza mi cara. Oigo la música de fondo, me entero del último hit musical chichero. Por suerte, me gusta su tinte melancólico. Me invento historias y soy feliz.

Pero justo hoy me tocó ir en bus en hora pico. Eran las 6:30 de la tarde. No cabía ni una persona más. Íbamos hacinados, con todas las ventanas cerradas. No exagero: todas las ventanas estaban cerradas.

Me tocó ir parada con la mochila delante mío, rogando que nadie me fuera a robar y que nadie me tocara. La música estaba fatal. Era reguetón con una mezcla de rock en inglés.

La verdad es que hasta hoy no sabía que sufría de claustrofobia. Sentía que me iba a morir ahí adentro. Que cada persona que tosía era portadora del tan temible coronavirus.

Pensaba cómo salir de ahí. No podía ni moverme, miraba la hora. Ya eran las 7:14 y el tráfico estaba exactamente igual de hacinado que nosotros: no había escape posible.

Pensaba en mis hijos. Tenían que hacer deberes y tomar el baño de la noche. Mis papás ya estarían enervados de cuidarlos. Qué angustia tan grande. Me preguntaba qué les voy a dar para cenar. 

Estaba absolutamente consciente de que si no llegaba a lavar la ropa no tendrían uniformes para el día siguiente. Y el tiempo ahí quieto. Mi muerte se aproximaba, ya no podía respirar.

Empecé a sudar frío. Me acordé de las sabias palabras de mi mamá: “hay que esperar, no se puede hacer nada más que aguantar y disfrutar lo que se vive en el momento”. Pero esas palabras me resultaban demasiado cliché para el último día de mi vida. La angustia me superó. 

Muy educada y llena de valor, le dije a la señora sentada junto a la ventana que si por favor podría abrirla para que entre un poco de aire. Le confesé que me estaba sintiendo muy mal. A lo que ella, de manera muy grosera y antipática, respondió: “no ve que si abro la ventana me entra el frío”.

Me fijé en qué estaban haciendo las otras personas. Todos, absolutamente todos, estaban con sus celulares. Las luces de las pantallas eran como una esperanza de acelerar el tiempo, pero yo sabía que si hacía eso el mareo iba a ser mortal. 

De pronto el cobrador empieza a gritar: "¡Pasajes, pasajes!  Solo sueltos, por favor".

“Me fregué. Solo tengo un billete de USD 10”, pensé. En verdad estábamos todos tan apretados en el bus que me era imposible sacar la billetera. Le di un mochilazo en la cabeza al señor del asiento que estaba cerca. “Mil disculpas ”, le dije. Solo se frotó la cabeza y me dijo: “tranquila mi bonita” le sonreí, pero creo que lo dejé un poco noqueado, porque no reaccionó más y se quedó profundamente dormido.

Cuando logré sacar la billetera y le pagué al controlador, esperaba la retada más grande de la historia. En mi mente ya tenía la respuesta preparada. Le di el billete de USD 10 y el controlador me dijo:

-Sueltos.

-No tengo, señor.

-Pase, pase.

Luego, gritando: "¡Vuelto de a diez, vuelto de a diez!"

"Mío", dije alzando la mano. Me entregó miles de monedas. Tal vez me resultó el viaje más caro de la vida, porque no conté el cambio. 

Llegué a la casa agotada, rendida, lista para llorar sobre todos los pendientes. Pero mi marido había puesto la ropa a la lavar y había preparado la cena.

Mis papás les habían bañado a mis hijos y también les ayudaron con los deberes.

Yo me encerré en el baño y, escondida, me comí los 5 chocolates que le compré al señor que había salido de la cárcel hace cinco días, que no tenía nada para comer y a cuyo cargo estaban tres mujeres que complacer. 

Me desmaquillé, me puse pijama, me lavé los dientes, les di un beso a mis hijos que estaban ya dormidos.

Mi marido me sonrió y caí rendida. Mañana será otro día…

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