Esto no es político
Amenazas bajo el disfraz de ley

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
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Una vez más la frágil democracia ecuatoriana enfrenta el riesgo de que uno de sus pilares quede profundamente debilitado, con la Ley Orgánica de Inteligencia, que desde el oficialismo se vende como un mecanismo para hacer frente al crimen organizado, ocultando las enormes amenazas para los ciudadanos y la democracia.
Esta propuesta, que se aprobó en la Asamblea la tarde del 10 de junio de 2025, es un riesgo inmediato para varios derechos fundamentales y también abre la puerta a un peligro mucho mayor: la posibilidad de que un gobierno autoritario —este o uno a futuro— la utilice como un instrumento para consolidar el control absoluto bajo un disfraz democrático.
De ser convertido en ley, este proyecto otorga facultades casi ilimitadas a las agencias de inteligencia para interceptar comunicaciones, acceder a datos personales y exigir colaboración obligatoria a empresas y ciudadanos, sin necesidad de autorización judicial previa.
Suena distante a la cotidianidad de la mayoría de ecuatorianos que batallan, día a día, para sobrevivir en un país sumido en la violencia: en pocas horas, al menos ocho personas fueron asesinadas la mañana del 10 de junio en Pascuales, Guayaquil.
Pero no lo es.
Cuando a la violencia se suma la ausencia de democracia, las condiciones de vida solamente se degradan en una espiral sin salida. La degradación va de a poco y muchas veces se disfraza de legalidad, de pomposos discursos que identifican con absurda simpleza como enemigos a todos los que se atrevan a cuestionar el discurso oficial, que ofrece grandes hazañas épicas para derrotar a los enemigos sin considerar la profundidad de los problemas y atacar también las causas.
En un escenario así, todos los ciudadanos se convierten en blancos susceptibles al abuso desde lo más alto del poder político.
Una de las mayores preocupaciones es la ausencia de controles judiciales independientes para las actividades de vigilancia; eso sería posible a través de la interceptación de comunicaciones, el acceso a datos personales y la colaboración obligatoria de empresas y ciudadanos, todo eso decidido desde el Ejecutivo, sin autorización previa de un juez.
La propuesta plantea que el ente rector de inteligencia, por razones de seguridad integral del Estado, "podrá solicitar la retención, apertura, interceptación o examinación de documentos o comunicaciones". Con esta vaguedad, el pedido es absolutamente discrecional: ¿se podrían solicitar, en nombre de la seguridad nacional, claves de correos privados, documentos personales?
Bajo este contexto, podría también quedar en riesgo el derecho de los periodistas a la reserva de la fuente. Este candado existe precisamente para incentivar la entrega de información de interés público.
Muchos reportajes que revelan casos de corrupción o vulneración de derechos se hacen con información que sale de forma extraoficial de las instituciones públicas o de personas que han tenido acceso a contratos, documentos o reuniones cuyo contenido quiere ser ocultado por parte de algún poder; a cambio y por evidentes razones, los periodistas protegen su nombre.
En nombre de la seguridad nacional, se podría echar abajo esta protección que además está garantizada por estándares internacionales precisamente para asegurar que los periodistas puedan hacer su trabajo y los ciudadanos tengan garantías para acceder a la información que pretende ser ocultada.
Las interceptaciones telefónicas sin orden judicial abren la puerta a una vigilancia masiva e indiscriminada, que puede ser utilizada para perseguir opositores, periodistas o activistas.
Además, la obligación de entregar información bajo amenaza legal a operadores de telecomunicaciones y a cualquier persona, sin garantías ni mecanismos de defensa, pone en jaque la privacidad y la protección de datos personales, mientras genera un efecto paralizante sobre la libertad de expresión y la labor periodística.
No se pueden ceder pequeñas parcelas de democracia a cambio de la promesa de que la violencia cesará, del simplismo de que esto se aplicará contra “los malos”. En una democracia las garantías a los ciudadanos tienen que ser claras y no abiertas a interpretaciones del poder de turno.
Propuestas como esta son un espejismo legal que, lejos de protegernos, puede legitimar una vigilancia masiva y arbitraria, recordándonos las peores prácticas de sistemas de inteligencia mal utilizados a lo largo de la historia de la humanidad, orientadas para perseguir opositores, espiar a periodistas y socavar la democracia.
Hoy, con esta ley, esos fantasmas podrían volver a materializarse, pero esta vez con un sello oficial, bajo la apariencia de un “amparo legal” que justifica la opacidad, la reserva absoluta de información y la ausencia de controles judiciales independientes.
Además, legaliza el uso de cuentas secretas y gastos reservados para financiar actividades de inteligencia, bajo control exclusivo de la Contraloría General del Estado a la que da incluso la facultad de incinerar los registros revisados, eliminando así toda posibilidad de rendición de cuentas, transparencia o fiscalización.
Esto tiene un mal precedente, con la acusación que se hizo en 1997, en el gobierno de Fabián Alarcón, al entonces ministro de Gobierno, César Verduga, de haber usado de forma irregular cerca de 26.000 millones de sucres —aproximadamente USD 6 millones— con fondos reservados, para un supuesto “estudio de gobernabilidad” y cuyos respaldo, dijo haber incinerado. Verduga huyó en abril de 1998 y el proceso judicial no pudo continuar en ausencia del acusado. Veinte años después, el proceso prescribió y Verduga nunca se sometió a la justicia.
La propuesta también permite liberar de responsabilidad penal, civil y administrativa para agentes de inteligencia, abriendo la puerta a toda clase de abusos y arbitrariedades sin consecuencia alguna. Estos agentes que, además, pueden acceder a documentos con nuevas identidades, entregados por el Registro Civil, “que deberán ser utilizados exclusivamente en el ejercicio de sus funciones”.
Con una institucionalidad tan débil, ¿quién va a controlar que no haya abusos con los usos de esas identidades? ¿Somos aún tan ingenuos como para pensar que entregar ese nivel de poder a un órgano del estado es beneficioso para los ciudadanos?
Los enormes riesgos están ahí. Clarísimos. La creación de una institucionalidad creada que tarde o temprano es usada como un arma en contra de los ciudadanos.
En un país que enfrenta problemas reales de inseguridad, es comprensible y necesario que se plantee una ley que fortalezca el sistema de Inteligencia, pero no a cambio de ceder espacios de democracia y transparencia.
Entregarle tanto poder al Ejecutivo nunca ha salido bien.
Reducir al mínimo los controles judiciales y ciudadanos crea un escenario propicio para la vigilancia a la medida del poder y elimina garantías. Además desvía al sistema de Inteligencia de su propósito principal para tentarlo con la posibilidad de perseguir, presionar y amedrentar a quienes, con ligereza, el régimen considere sus enemigos.
Y ojo, quienes hoy tienen el poder, mañana lo perderán. Quienes pueden perseguir hoy, mañana se convierten en perseguidos. ¿Ese es el país que queremos?
Para evitar ese loop eterno de enfrentamientos descarnados entre políticos que deberían estar ocupados gobernando y dando soluciones, en lugar de buscar enemigos personales y atacar a sus detractores, mientras en la mitad, los ciudadanos sobreviven en un país destruido, es indispensable gobernar y legislar bien.
Eso pasa por incorporar controles judiciales obligatorios, delimitar con precisión qué información puede recopilarse y cómo se protege, y garantizar mecanismos reales de transparencia y rendición de cuentas. Si no lo hacemos, estaremos entregando nuestra libertad a un sistema que, bajo la apariencia de legalidad y seguridad, puede convertirse en la herramienta perfecta para el autoritarismo, donde la vigilancia constante y la censura silenciosa se convierten en la norma.
Esta es una decisión que definirá si Ecuador camina hacia una democracia plena o hacia un estado vigilante que controla a sus ciudadanos bajo la sombra de una ley hecha a la medida del poder.