Entre Donald y Almodóvar: hay que poner rostro a la muerte

Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Mientras aguardo un taxi pienso que nadie sabe bien lo que está pasando. Ni aquí ni en Washington, donde todos están encandilados por la personalidad avasalladora de Donald y por los billonarios que le rodean y que son la vanguardia tecnológica del planeta, de la IA, las redes, los cohetes a Marte, Amazon, las criptomonedas, la biotecnología; es el futuro sentándose a la mesa.
Como no hay conceptos para aprehender el fenómeno, se lanzan las más diversas interpretaciones. Responsable en parte de la derrota del progresismo, el testarudo Biden, en su despedida, alertó sobre la formación de una oligarquía, categoría aristotélica que en dos mil años ha ido cambiando de contenido, pero se la sigue aplicando pues todo el mundo la comprende.
Hasta los ecuatorianos, para no desentonar, enviamos a la posesión a un miembro de la oligarquía bananera del siglo pasado, con más pergaminos que esos advenedizos de Silicon Valley. (Musk es un migrante sudafricano).
Acompañaba a Daniel, con su exclusiva cartera Hermès Mini Kelly, la guapísima Lavinia Valbonesi, reconocida como una de las cinco mejor vestidas del magno evento. ¿Cuántos votos le ganara tal distinción a su marido en esta campaña en la que reinan la frivolidad y el billete en las redes mientras en las calles campean la muerte y el desempleo?
Ya en el taxi, pregunto al chofer qué opinan sus pasajeros sobre la política. Que no hablan de eso responde, mirándome por el retrovisor.
–Hablan de otras cosas: fútbol, el clima, lo cara que está la vida…
–Pero usted, ¿por quién va a votar?
–Por Noboa –dice sin entusiasmo–. Por lo menos, no ha habido escándalos de corrupción en un año.
Me quedo calculando que han pasado muchas cosas graves. Sin embargo, lo mismo que se decía de Correa presidente, se dice de Noboa: que tiene un baño de teflón y no le hacen mella los apagones, ni los ministros ineptos, ni los muertos de todos los días.
¿Será que la muerte también se ha frivolizado? Un efecto colateral de las guerras –ya sean genocidios como en Ucrania y Gaza, o conflictos internos con el narco, y entre ellos, como en Ecuador–, es que los asesinatos se convierten en estadísticas impersonales que no conmueven a nadie. Da lo mismo que sumen medio millón, o un millón como dice Trump, los muertos en Ucrania, o que se cuenten cinco o diez asesinatos por semana en Ecuador: solo cuando tienen nombres y rostros, como los desdichados chicos de Las Malvinas, el asunto nos sacude… un rato.
Digo, porque han caído muchos inocentes en este tiempo y casi a nadie le importan; por el contrario, hay la idea generalizada de que la bala es el único remedio para erradicar la delincuencia. Sin embargo, los mismos feligreses que exigen la mano dura tipo Bukele –pasando por alto todas las violaciones a los derechos humanos y el atropello a tanto inocente–, ponen el grito en el cielo cuando se trata de la eutanasia, o sea, del derecho de acabar con su sufrimiento que tiene un enfermo terminal.
Ese es precisamente el tema de ‘La habitación de al lado’, película del español Pedro Almodóvar que ganó el León de Oro de Venecia y que recién pude ver en pantalla grande. Parece otro Almodóvar: primero, fue rodada en inglés con dos grandes actrices: Juliane Moore yTilda Swinton; segundo, elude la atmósfera kitsch y melodramática que es su marca de fábrica, asumiendo un tono más bien sobrio y sin canciones mexicanas porque apunta a una audiencia anglosajona; tercero, es introspectiva y conversada, a ratos demasiado conversada, pero no deja de ser entretenida. O no sería Almodóvar.
Lo importante es que, gracias al poder el cine, la muerte recobra su trascendencia y naturalidad. Y al ser una decisión individual –en este caso, de una cronista de guerra desahuciada–, permite a cada espectador identificarse con los conflictos que debe enfrentar esa persona con la familia, los amigos y también con la ley.
¿Por qué ayuda esto a entender lo que está pasando? Porque el buen cine, como los libros, es un antídoto contra la frivolidad y fugacidad de las redes que todo lo disuelven, y contra políticos y oligarcas que juegan con la vida de millones de gentes vistas solo como números.
No, una película no va a detener a Trump, pero puede reflejar en la pantalla la angustia que nos produce. Y eso ya es bastante.