El niño resentido

Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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No, no me refiero a Daniel Noboa pues quien lo ha tenido todo desde la cuna no tiene por qué ser resentido. Se trata de un libro salvaje que acabo de leer y que se ubica exactamente en las antípodas de cualquier oligarquía: es ‘El niño resentido’, escrita con un estilo descarnado, breve y cortante por el argentino César González, que recrea la infancia y adolescencia de un delincuente en un barrio del conurbano de Buenos Aires.
El barrio se llama Carlos Gardel y el delincuente infantil es él mismo pues la novela es una autobiografía cargada de cocaína, rovitril y violencia que nos hunde en la pobreza extrema de esa villa marginal donde los pibes chorros salen a robar para comprarse ropa de marca, droga y prestigio callejero, escapando fugazmente de una realidad miserable a la que odian, como odian a los ricos.
Me dirán que hay muchos libros, documentales y películas sobre el tema. Así es, pero en su gran mayoría son realizados por gente de afuera, intelectuales, fotógrafos, cineastas de clase media, algunos de los cuales incurren en el género de la porno–miseria o ceden al lamento populista.
En cambio, ‘El niño resentido’ es escrito desde adentro y sin retórica literaria: esa manera de ir directamente el grano, con imágenes concisas y certeras, le da el sabor de la autenticidad. De allí que su prosa sea “a veces lírica, otras veces brutal, pero siempre consciente de su potencia y la fuerza documental”, como apunta ‘Página 12’.
Aquí nadie pide permiso ni lástima ni se preocupa por lo políticamente correcto, faltaba más; las cosas son como son, el rencor es auténtico, la desesperación es tangible, la falta de futuro, el hacinamiento y la adrenalina de asaltar autos en la avenida jugándose la vida si es que el conductor acelera en vez de detenerse. O dispara, que también.
“Odiaba mi pobreza, odiaba nuestra casa tan miserable –cuenta el protagonista–. No me importaba el sexo… Me excitaban más la cocaína y salir a robar… Estaba lleno de odio, de resentimiento, necesitaba ir a robar para calmar la frustración que me atormentaba”.
Obtener cosas caras y plata para la droga brinda algo de felicidad a una generación de chicos “cabalgando en la adrenalina”, respirando la atmósfera tóxica del barrio, a donde traen los autos robados para desmantelarlos e incendiarlos. Y donde es imposible eludir “el ruido histérico que sucede alrededor. A metros de la puerta de mi casa han caído pibes baleados y apuñalados, chocan autos”.
Ahora, pasados cinco años de cárcel, el narrador reflexiona: “El precio de esa ficción de sentirnos reyes era el de morir muy joven y yo podía pagarlo…Todo mi deseo estaba puesto en morir brillando”, brillando como el mejor delincuente de 15 años con Rolex, gafas de marca, cadenas de oro y lo último en zapatillas, “derrochando gloria en el barro”.
Entonces, bajo el gobierno inútil de Fernando De la Rúa, el resentimiento y la rabia se expanden en la población y vuelven los asaltos a supermecados, donde los propietarios chinos los reciben a bala. “Al regresar el sol, el país volaría por los aires, un presidente huiría en helicóptero para que la ira popular no se lo devorara”.
El texto, fragmentado en escenas casi cinematográficas que bombardean al lector, cumple el objetivo de mantenerlo alerta, excitado, subido en una moto con los chorros. Pero cuando cierre el libro tendrá absolutamente claro que el detonante de todo es la extrema pobreza, ahí y en todas las villas miseria de América Latina.
Y eso no se arregla precisamente a balazos, ni con marchas en contra de la Corte Constitucional.