De la Vida Real
El sabor que nos une
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Nací el 28 de octubre, un día después del cumpleaños de mi abuela, cuatro días antes del Día de los Difuntos y tres días antes de Halloween. Tal vez por eso amo tanto comer colada morada con guaguas de pan. ¡Qué bestia!, no me acuerdo un solo cumpleaños sin una buena taza de colada morada y una gigantesca guagua.
He sido testigo fiel de la evolución de las guaguas. Al principio no tenían relleno. Luego, cuando tendría unos treinta años, empezó la moda de llenarlas con dulce de mora o de guayaba. No me opongo al cambio, pero confieso que las rellenas de chocolate me parecen horribles, sin tradición ni alma.
La colada morada, en cambio, ha resistido el paso del tiempo. Puedo distinguir con los ojos cerrados cuál está hecha con harina morada, cuál con maicena y cuál con ambas. La colada morada, sea como sea, tiene su encanto: la comprada, la regalada —que es la más rica—, la que hacía mi abuela, la de las casas de mis amigas, la de mis tías. Todas son deliciosas. Con los años he notado que algunas “dan agriera”; según mi mamá, es porque no les ponen guayaba.
Por eso amo tanto mi cumpleaños: cumplir años en esta época es una suerte. “Valen, ven para festejar tu cumpleaños”, me dicen, y yo ya sé con qué vamos a festejar. Todos los años mi suegra me llama para invitarnos a tomar una tacita de colada morada. Esa llamada me ilumina el día. Siempre salgo con una olla llena. Me dice en secreto: “Tenga este poquito para que se lleve”, y me da también ocho guaguas de pan sin relleno. ¿Qué más se puede pedir? Empezar mi nuevo año con colada morada es un privilegio.
Cada vez que conozco a alguien que cumple el 28 de octubre pienso: qué bendecidos somos, colegas de la mejor época del año. Porque esta es la época en que las familias se reúnen, no para llorar a la muerte, sino para celebrar la vida. Nos juntamos a comer, a conversar, a recordar.
No me gusta celebrar Halloween, pero sé que es una batalla perdida: los niños lo disfrutan, las mamás también, y no vale la pena discutir, por algo que ya está instaurado entre nosotros. Al final, esos niños crecerán, se volverán adultos racionales y entenderán que el verdadero encanto está en compartir en familia, comiendo guaguas de pan y tomando colada morada.
Y es que, más allá de lo que se celebra, hay algo que permanece. En un país tan diverso y fragmentado como el nuestro, pocas cosas nos unen tanto como una tradición que tenemos. En estas fechas, la colada morada no es solo una bebida: es un símbolo de identidad. Es ese sabor, ese olor a frutas, esa mezcla de canela, anís e ishpingo que se esparce por todos lados.
El sabor de la cultura está en todos. No tiene sentido pelear por lo que viene de fuera o por lo que es de aquí. Al final, un país crece cuando comparte y mezcla sus tradiciones, haciéndonos únicos. Solo mirarnos los unos a los otros y saber que hemos sentido el placer de una buena guagua de pan remojada en una taza de colada morada. Y eso nos hace ser únicos.
Halloween también se celebra aquí, y está bien. Es una costumbre extranjera que divierte, que invita a los niños a imaginar en qué disfrazarse. Pero todo ecuatoriano sabe, en el fondo, que esa fiesta no nos pertenece.
La diversidad cultural del Ecuador se refleja en la música, las lenguas, los paisajes y la comida: la colada morada y las guaguas de pan, la fanesca, la espumilla, la grosella con sal y el encebollado, entre miles de platos más. Son parte de nuestra identidad, una costumbre que seguimos manteniendo generación tras generación, sin importar a qué clase social pertenezcamos ni de qué etnia seamos. Sabemos todos que un buen pescado frito se come acompañado de patacones, cebolla y tomate picado. Que el locro tiene que ir con aguacate y ají, y que la fritada, de ley, va con un pedazo de maduro frito.
Lo único que entra en disputa es si la colada morada se sirve fría o caliente.