De la Vida Real
Universidad: el mismo nombre, otro mundo

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Esperé menos de diez minutos al filo de las gradas eléctricas. Veía cómo los chicos subían y bajaban. Todos tenían un celular en la mano. Apenas se oían murmullos de los estudiantes en los pasillos. Me pidieron que vaya vestida semiformal. Bajé la mirada y vi mis zapatos de taco en punta y las bastas de mi pantalón negro perfectamente planchado.
Me acordé de mi época universitaria. Era la misma universidad en la que estudié. Bueno, no era el mismo lugar: el patio donde yo estudiaba era un cuadrado perfecto, había mesas de madera cubiertas por parasoles verdes. Ahí, en las horas huecas, nos reuníamos a comer papas fritas con harto ají y fumábamos sin parar con los compañeros que también esperaban la siguiente hora para volver a clases.
No, no era el mismo lugar en el que estudié, pero sigue bajo el mismo nombre. Este lugar al que fui era libre de humo. Tal vez le queda la misma esencia. Eso ya no sé, porque salí de la universidad cuando tenía 24 años y ahora tengo 42. Y todo está tan cambiado.
Me vino a ver la estudiante que me invitó para grabar un pódcast y hablar sobre la importancia de la editorial y la opinión pública. Ella tan joven y esbelta, y yo ahí, tan mayor, vestida como odio vestirme. Sentí la diferencia generacional.
Me llevó a un camerino profesional. Me senté frente al espejo que tenía focos por todos lados. Me puso polvo para que mi cara no brillara tanto y un poco de lápiz de labios rosa nacarado. Me preguntó si quería maquillarme un poco más.
—No, gracias. Ya estoy con delineador y rímel —le respondí.
Me dio vergüenza confesarle que si me maquillaba un poco más la alergia aparecería y terminaría con los párpados hinchados y más roja que una sandía por dentro.
Otros estudiantes me llevaron al set de grabación. Un lugar profesional. Había más de tres cámaras, un teleprónter y un brazo gigante de metal.
Otro chico me colocó un micrófono diminuto. No podía creer que estaba en el set de una universidad y que los profesionales aún eran estudiantes. Me acordé que, cuando yo estudiaba periodismo, todavía usábamos filmadoras de casete. No teníamos ni siquiera un set, y el aula de grabación era cualquier espacio improvisado. También me acordé cuánto odiaba editar videos y audios.
Yo tenía una grabadora de voz, también a casete, y adoraba transcribir las entrevistas a mano para luego pasarlas a la computadora. Esa sí era mi pasión. Lo otro siempre lo delegaba a algún compañero que era bueno con la tecnología.
Grabamos la entrevista. Al terminar, me pidieron que hiciera unos videos y me tomaron fotos para promocionar el programa y difundirlo en redes. Accedí a todo, pero no podía dejar de comparar este presente con mi pasado.
En mis tiempos, en la misma universidad, pero en otra localidad, si tomábamos fotos debíamos revelarlas en un cuarto oscuro, con unos químicos que apestaban. Entrábamos de cinco en cinco y rogábamos que las fotos no estuvieran sobreexpuestas ni desenfocadas, porque si algo salía mal todo el trabajo era en vano. Repetir era carísimo porque decidíamos tomar fotos a color y mandarlas a revelar. Hacíamos cuota y siempre salía uno más estafado que otro.
Sentí que por fin puedo decir: “eran otros tiempos”. Al final de la carrera empezamos a digitalizarnos, pero no sabíamos cómo pasar las fotos de las cámaras a las computadoras. Fue una transición lenta.
Ellos desde ya tienen una sala completa de redacción. Cuando hice las prácticas en un periódico todavía había un cuarto oscuro para revelar negativos. Cuando empecé a trabajar, por fin entendí cómo manejar bien las cámaras digitales y las grabadoras.
Una de las chicas me preguntó en qué año me gradué de periodista.
—En 2005 —le respondí.
Ella, entre risas, me contó que todavía en ese año no nacía. Hubo un silencio que solo el tiempo pudo defender, un silencio entre la juventud y la madurez. Un silencio que se corta con algún comentario improvisado:
—Vamos, Valentina, a que conozcas el resto de la universidad.
Y con cada lugar me quedaba más maravillada. Tienen hasta un estudio de cine. Me acordé que, para un corto que hicimos, el estudio de cine fue la casa de mis abuelos, las luces eran las lámparas de su velador y para la banda sonora utilizamos una grabadora vieja que enredó toda la cinta del casete de Vivaldi.
Me despedí. Y me quedé feliz. Pensé que sentiría nostalgia, pero no. Me sentí feliz de ver cómo salen tan bien preparados los chicos para el incierto mundo laboral.