Navidad a golpe de WhatsApp: así viaja el recetario familiar de Ecuador para mantener el sabor en Estados Unidos
Audios, fotos y videos caseros sostienen la memoria culinaria de los migrantes ecuatorianos en diciembre. La tecnología ayuda a mantener viva la mesa familiar desde la distancia.

Macarena, una quiteña que vive en Nueva York, prepara una receta con ayuda a distancia. El teléfono y WhatsApp son los aliados para mantener las tradiciones navideñas ecuatorianas en esta época.
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Selene Cevallos
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NUEVA YORK. En diciembre, el equipaje del migrante se llena de cosas invisibles. No pesan en la balanza del aeropuerto ni pasan por aduana, pero llegan puntuales. Audios de mamá dictando el punto exacto del almíbar, fotos borrosas del horno encendido en Guayaquil, videos verticales donde una mano apura la masa “hasta que no se pegue”. Es el otro contrabando, doméstico y consentido: recetas navideñas que cruzan fronteras por WhatsApp.
Una mezcla de nostalgia abstracta y logística pura. Mientras en Queens nieva y el pavo espera turno en el refrigerador, del otro lado del continente alguien explica —con tono de urgencia y cariño— que el achiote va primero y el comino después. “Ojo, no te confíes del color”, advierte la voz. La cocina se vuelve sala de llamadas internacionales y la mesa, una frontera amable.
Macarena, quiteña que vive en Queens desde hace 20 años, prepara relleno navideño con audífonos puestos. Su madre envió doce notas de voz: una para el sofrito, otra para el pan remojado, una más para advertir que el fondo no debe quedar seco. “Primero la cebolla blanca, luego el ajo, y recién ahí el achiote”, dice en uno de los audios. En otro, la corrección inevitable: “No abuses de las pasas; que se sientan, no que manden”. Macarena avanza sin medir, guiada por la textura y el olor. “No me queda igual”, reconoce, “pero cuando empieza a dorarse, huele a Navidad”. Sus hijos, nacidos en Estados Unidos, preguntan por qué ese relleno no se parece al de la televisión. La respuesta llega, pausada, con acento serrano: “Porque este es el nuestro”.
En el Bronx, José arma hallacas a ritmo de chat familiar. Instagram le sirve de respaldo visual y WhatsApp, de línea directa con su tía Carmen. Entre videos del guiso y memes que prometen “no pelearse con la masa”, aparecen correcciones en tiempo real. Compra hojas en una tienda latina; no son idénticas, pero cumplen. “Lo importante es reunirnos”, dice, mientras el grupo estalla con fotos del proceso, pruebas de que la tradición sigue viva aunque cambie de clima.
En Nueva Jersey, Paola reproduce un video a velocidad 2. Su abuela explica cómo reconocer el punto perfecto de la colada en el reflejo de la olla. “Cuando brilla así, es porque está listo”. Paola graba su intento y lo devuelve al grupo. La corrección llega con un sticker aprobatorio. “Es una coreografía”, bromea. “Bailo con el teléfono”. La colada y los buñuelos salen imperfectos, pero el “así mismo es como debía quedar” al final vale diploma.

No es casual. WhatsApp supera los 2.000 millones de usuarios en el mundo y es una de las plataformas más usadas por comunidades migrantes para llamadas y notas de voz. Estudios del Pew Research Center muestran que, en fechas clave como las fiestas de fin de año, la mensajería privada se intensifica como herramienta para sostener prácticas culturales cotidianas. La receta, al fin y al cabo, es también un vínculo.
Para la psicóloga Pamela Pérez, estas transmisiones culinarias funcionan como anclas simbólicas. “No son solo platos; son rituales que ordenan el tiempo y reafirman identidad”, explica.
"Cocinar siguiendo la voz de alguien querido reduce la sensación de pérdida y refuerza la pertenencia, incluso cuando el resultado no es idéntico. El error también educa. La adaptación es parte de la tradición”.
Pamela Pérez, psicóloga
La experta agrega que, además, hay una pedagogía doméstica en marcha. Las recetas que antes se aprendían mirando ahora se guardan en los grupos de Whatsapp o en carpetas digitales con nombres prácticos: ‘Navidad’, ‘Abuela’, ‘No borrar’. Se corrigen fallos en tiempo real, se negocian sustituciones —panela por azúcar morena, hojas locales por las originales— y se acepta que el sabor migra con quienes lo cocinan. La cocina se vuelve laboratorio.
El tono suele rozar lo hilarante. Un primo grita “¡se cortó!” justo cuando el aderezo de la ensalada se pasa. Alguien manda un audio de siete minutos que nadie escucha completo. Otro asegura que siguió la receta “al pie de la letra”, y el grupo responde con silencio piadoso. Al final hay foto de la mesa, brindis en pantalla y un “el próximo año juntos” que ya es costumbre.
Mientras los aeropuertos vigilan líquidos y los supermercados regulan importaciones, el contrabando más valioso sigue entrando sin sello: instrucciones, recuerdos y sabores que caben en un mensaje. No pagan impuestos, pero sostienen comunidades. Y aunque la receta cambie, el ritual permanece. En cada audio que cruza el océano alguien dice, sin decirlo: aquí seguimos, a fuego medio.
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