Martes, 30 de abril de 2024
Una Habitación Propia

El niño de las salchipapas

Maria Fernanda Ampuero

Maria Fernanda Ampuero

María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.

Actualizada:

16 Jun 2022 - 19:02

Me he equivocado muchas veces en la vida. Estúpidamente. Irresponsablemente. Absolutamente.

Algunos de esos errores me han perjudicado nada más a mí, a mi salud mental y a mis condiciones de vida, pero otros, lamentablemente, han afectado a más personas, muchas más de las que hubiese querido.

Uno de esos grandes errores fue no haberme pronunciado en contra del gobierno en octubre de 2019, cuando el país entero estallaba contra Lenín Moreno.

Aprendí la lección a las malas, fui confiada y estúpida, me creí lo que me decían quienes me rodeaban, las sábanas que alzaban entre mis ojos y la realidad eran lo único que yo veía. 

Ciega, pues, e idiota. Y también bocona. Las palabras, ya lo sabemos, no se pueden recoger.

Los indígenas de nuestro país han sostenido siempre la economía: en el campo, en las fábricas, recogiendo las míticas rosas que se exportan como oro en tallo, criando las vacas para la leche que bebemos y la carne que comemos.

Cosechando, empaquetando, arando, seleccionando.

Los empresarios y dueños de fábricas se creen que son ellos los responsables de cualquier migaja de prosperidad que pudiese tener Ecuador, pero en realidad no serían nada si no tuvieran mano de obra barata y explotable a la que tiran monedas mientras se enriquecen de forma descomunal.

Los paros nacionales son necesarios en un país como el nuestro. Llámenme incendiaria, pero aquellos que dicen que con las huelgas y las protestan no se consigue nada son aquellos que tienen garantizado el sustento. Digo más: que ejercen opresión, intencionalmente o no, sobre los más jodidos.

Quienes mandan a los indígenas a trabajar en lugar de protestar contra el gobierno, obvian una parte importantísima de la ecuación: los indígenas protestan precisamente porque no pueden trabajar y, si trabajan, lo hacen por monedas, en unas condiciones deplorables.

Que en una democracia los ciudadanos no puedan protestar a riesgo de ser encarcelados o reprimidos violentamente da miedo porque puede que hoy no seamos nosotros quienes necesitemos salir a parar las calles, pero puede que mañana sí y entonces nos daremos cuenta de que una ciudadanía silenciada a la fuerza es una ciudadanía presa.

El país conoce la represión. Hemos tenido gobiernos de ambos lados del espectro político que han sacado el ejército a las calles cuando la gente ha pedido mejores condiciones laborales, que no destruyan los espacios naturales, que no expolien los recursos, que controlen la inflación.

Pero el país también conoce la batalla: muchos de los derechos de los que hoy gozamos los trabajadores ecuatorianos no se hubieran logrado si cada vez que alguien quería plantarnos la bota en la cara para tenernos pegados al piso nos hubiésemos dejado. 

El movimiento indígena es fuerte y está indignado, ¿no lo estarían ustedes? Siglos de esclavitud o semi esclavitud, condiciones de trabajo deplorables, exclusión social, cuotas ridículas de acceso a la salud o a la educación, trato degradante, burlas, explotación, expolio, traiciones, ingratitud, quemeimportismo y una utilización de su poder de convocatoria de la que han echado mano todos los políticos para luego darles la espalda.

El gobierno ha traicionado al movimiento indígena como lo ha hecho con el movimiento feminista, el movimiento LGTBI, el de los derechos humanos y el de la ecología. 

Traición tras traición tras traición, el pueblo se cansa.

"Nos han quitado tanto que nos han quitado hasta el miedo".

Veo a la distancia, con preocupación, cómo el presidente amenaza con mano dura en lugar de replantearse políticas públicas que eviten que los ecuatorianos tengamos que lanzarnos a la calle.

¿Mano dura contra qué? ¿Contra el problema? No. Contra la gente que protesta contra el problema.

Así hemos vivido los doscientos años de ser país: reprimiendo a los descontentos que, sorpresa, siempre son los pobres, mientras los ricos ocupan cargos de poder y se distribuyen la poca o mucha riqueza con la que contamos.

Creo que antes de criticar las protestas que usan la violencia o aquello que llaman vandalismo, sería interesante escuchar qué es lo que les pasa a las personas que se ven abocadas a lanzarse a las calles, a cerrar carreteras, a quemar llantas para ser escuchados.

Veo un video que está circulando de un niño al que le preguntan por qué se une a las protestas y contesta que porque a él le gustan las salchipapas y, como todo está tan caro, en su casa ya no hay aceite, ni papas ni salchichas.

La simpleza de su razonamiento es descorazonadora: protestamos porque no podemos comer.

Ojalá este gobierno no se vaya con sangre en las manos, ojalá se siente a escuchar las exigencias legítimas de un pueblo que cuando parece que ya no puede más, que está al borde del abismo, viene otro presidente y les da otra patada.

Llega un día en el que la gente se cansa de las patadas y entonces se da la vuelta. 

Ojalá, insisto, no haya sangre ni viudas ni huérfanos ni madres sin hijos. 

Ojalá el niño de las salchipapas pueda vivir en un país donde protestar por el derecho a alimentarse no sea considerado un delito.

Las opiniones expresadas por los columnistas de PRIMICIAS en este espacio reflejan el pensamiento de sus autores, pero no nuestra posición.

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