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No me apetece luchar contra el fascismo mientras espero al autobús

Jaime Rubio Hancock, El País

Editor de boletines de EL PAÍS y columnista en Anatomía de Twitter. Antes pasó por Verne. Es autor de diversos ensayos y novelas.

Actualizada:

30 nov 2024 - 05:55

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¿Hace falta luchar contra el fascismo mientras esperamos al autobús? Entiendo que se puede, por qué no, pero ¿es necesario, o podemos leer chistes, memes y ocurrencias? Esta duda viene por el debate entre la izquierda sobre si es buena idea dejar Twitter (que ahora se llama X, pero que nadie llama X) tras haber sido colonizada por la derecha conspiranoica protrumpista, o si hay que quedarse y resistir para no ceder ese espacio a los ultras. Además de eso, desde la derecha, no solo la ultra, se recrimina a los progres que no sepan enfrentarse a las discusiones políticas y que hayan salido corriendo a redes como Bluesky a darse la razón los unos a los otros.

Pero esto de combatir el fascismo es agotador, sobre todo mientras esperamos al autobús. Porque más que combatir las amenazas autoritarias, se trata de decir obviedades como que el franquismo fue una dictadura retrasada y retrasante, o de desmentir bulos que ya han sido desmentidos miles de veces, con lo que solo se consigue dar más difusión a los tuits más ridículos, además de dar la sensación de que hay algo parecido a un debate sobre estos temas. A lo mejor soy un poco frívolo, pero ante este panorama prefiero buscar algo que me haga reír, incluso aunque no tenga claro si va a llegar antes el bus 226 o la tercera guerra mundial.

Además, y aunque las redes sociales no son algo aparte de la vida real, es cierto que tienen un buen componente de simulacro. No quiero menospreciar el uso de las redes por parte del autoritarismo trumpista y putinista, pero hay un ingrediente de impostura, de disfraz de Mortadelo, de cosplay de la batalla política, de “hijo mío, yo a tu edad estaba basadísimo y tenía a los rojos bailando en la red social de don Elon Musk Parera”.

En 'La sociedad decadente', el periodista Ross Douthat escribe que las redes sociales animan a la gente “a simular un extremismo, a reproducir los años treinta o los sesenta” y “a abordar la política radical del mismo modo que abordan un videojuego”, es decir, sin poner en riesgo “sus vidas contemporáneas relativamente confortables”. Aunque este libro es de 2020 y desde entonces han pasado bastantes cosas, como la invasión de Ucrania y el retorno de Donald Trump, algo de eso hay porque en Twitter siempre ha habido mucho teatrillo de la indignación.

Todo esto de emigrar a Bluesky quizás sea una forma de huir a un rincón reconfortante y artificial, pero también puede ser una oportunidad para que la izquierda elabore una propuesta que no consista solo en la respuesta airada a la penúltima provocación de políticos ultramontanos y de tuiteros en busca de carguito de asesor parlamentario. Es decir, puede aprovechar para separarse de la épica impostada tuitera y de una búsqueda de pureza que solo ha servido para que haya más partidos progresistas que votantes.

Y si la derecha se queda sola y aburrida en Twitter, sin nadie a quien provocar, también podría tomarse un descanso en su reciente descubrimiento de la transgresión y recordar que la fortaleza del conservadurismo no ha venido, tradicionalmente, de decir lo primero que a uno le venía a la cabeza, sino más bien de recordar que hay ideas que funcionan desde hace siglos, y que por algo será. Y sí, claro que hay que leer y escuchar a los que piensan diferente, pero no necesariamente en Twitter, donde quienes controlan la conversación no son los más listos, sino los más ruidosos.

Todo esto debería dejar además hueco para los chistecitos, al menos mientras llega el autobús. Porque los chistes y memes no son solo formas de matar el tiempo: nos ayudan a vernos a nosotros mismos y a nuestras manías con distancia y, por ejemplo, a darnos cuenta de lo ridículas que son algunas peleas tuiteras. George Orwell escribió que los chistes son pequeñas revoluciones: “Todo lo que destruya la humanidad y baje a los poderosos de sus asientos, a poder ser haciendo que se den un batacazo, es divertido. Y cuanto más alta la caída, más bueno el chiste. Sería más divertido lanzarle un pastel de crema a un obispo que a un padre”. A lo mejor hay que dar cierre de una vez a la época de los castigos y volver a los pasteles.

Contenido publicado el 27 de noviembre de 2024 en El País, ©EDICIONES EL PAÍS S.L.U.. Se reproduce este contenido con exclusividad para Ecuador por acuerdo editorial con PRISA MEDIA.

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