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Esto no es político

Los niños que no volverán

María Sol Borja

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.

Actualizada:

03 ene 2025 - 05:55

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Escribo esta columna con el corazón roto por un país que no da más. Por un país en el que cuatro niños salen de sus casas y nadie vuelve a saber de ellos. Poco después, se difunden imágenes en las que se ve a militares subirlos a una camioneta e incluso golpear a uno de ellos.

Pasarán unos días para que sus cuerpos aparezcan calcinados y sus padres tengan que enfrentarse al horror de lo innombrable: la confirmación de que sus hijos han sido asesinados.

Sus hijos, tres adolescentes y un niño: los hermanos Josué e Ismael Arroyo, de 14 y 15 años de edad; Saúl Arboleda, de 15 y Steven Medina, de 11, con toda la vida por delante. Ahora sus sueños de convertirse en futbolista, cantante o profesional, murieron con ellos.

Qué tormentosa resulta esa imagen de cuatro niños — a los 14 y 15 años, ¿no son aún niños intentando salir del cascarón para construirse como adolescentes, como jóvenes?— asustados, subidos a una camioneta, golpeados, desaparecidos, asesinados, presumiblemente torturados. Cuatro niños que pudieron ser hijos de cualquiera que los tenga. Pero que son, en realidad, hijos del olvido, de la precariedad, del racismo.

Hijos que sobreviven en un país que no solamente no les da oportunidades, sino que se las quita. Hijos de la marginalidad, que crecen en barrios sin guardias de seguridad ni urbanizaciones cerradas. Niños que por el color de su piel son más propensos a ser considerados delincuentes. Hijos del prejuicio de quienes, desde lo más alto del poder, tienen el arrojo de sugerir que eran ladrones.

Cómo puede no doler ese país en donde, además de la tragedia de la desaparición forzada, los familiares de los niños tienen que enfrentar una maquinaría que intenta posicionar la idea de que sus hijos son delincuentes. Que estaban robando, dice el ministro de Defensa, en uno de sus medios amigos, de esos a donde nuestras autoridades van a exponer su única verdad, sin nadie que los cuestione del otro lado del micrófono.

Las redes sociales, cloaca de la post verdad, han hecho lo suyo, difundiendo bulos y desinformación para crear una narrativa que intenta minimizar la gravedad del hecho. Con una clara intención detrás — ¿sospechamos de quién y para qué? — se busca crear la idea de que los niños eran delincuentes, pertenecían a bandas de crimen organizado y exhiben sus tatuajes y armas, sin pudor, ante sus seguidores.

Incluso, tras su muerte, varias cuentas de redes sociales, entusiastas de la criminalización, el racismo, el clasicismo y los aplausos gratuitos al poder, difundieron desinformación sobre su funeral y entierro: que hubo disparos y música alusiva al crimen organizado. Periodistas y activistas de derechos humanos que estuvieron allí han desmentido esas versiones.

A la pesadilla de la desaparición y muerte, se suma la “estrategia” gubernamental de minimizarlo todo con el silencio. Se callan las instituciones, los ministros y el presidente, cruzando los dedos, para que la gente olvide. Para que la muerte de cuatro niños que no son los suyos, no sea tan grave. Para que sus trolls, pasquines disfrazados de medios e influencers a sueldo, hagan lo suyo y traten de instalar verdades que justifiquen la desaparición y el asesinato.

Crecer en barrios marginados, olvidados por el estado, expuestos al reclutamiento forzado y al círculo de la pobreza, los enfrenta a una vida de constantes riesgos y pocas oportunidades. Y aún así, sus historias nos recuerdan que, incluso en medio del pantano, hay quienes encuentran la forma de florecer.

Hasta que el estado te criminaliza. Hasta que las fuerzas del orden te desaparecen. Hasta que regresan, carbonizados, a manos de unos padres que ahora tendrán que enfrentar al monstruo, buscando justicia y reparación.

Ninguna familia tendría que justificar que sus hijos son buenos o extraordinarios o deportistas o estudiosos, para exigir sus derechos. Pues, incluso, quienes cometen delitos merecen un proceso justo.

Pero las hordas de fanáticos no se conduelen de los muertos ajenos. Ni siquiera cuando son niños. No se dan cuenta que, sin garantías, la suerte de sus hijos está más cerca de la que corrieron Josué, Ismael, Saúl y Steven, que la de aquella que tiene quien nos gobierna y a quien pretenden justificar.

¿Cómo no ser suspicaces ante tanta indolencia? Ni una palabra le ha dedicado Daniel Noboa a las familias que quedaron deshechas.

Hace unos días, antes de que se hallaran los cuerpos o se los identificara, Noboa dijo que había propuesto que se les declare héroes nacionales. ¿No era eso un adelanto de lo que se anunciaría días después? ¿Es presidente ya lo sabía y se lo guardó por algún tipo de estrategia maquiavélica, haciendo cálculos electorales?

Desde la arrogancia del poder, muestran la indolencia con imágenes navideñas de la familia presidencial, sonriente y entera; o los tatuajes del presidente que apelan al nombre de un plan de seguridad cuyos resultados los ciudadanos no logran ver en su vida cotidiana; o de las celebraciones de fin de año, en la que aparece el presidente, su esposa y el secretario de Inteligencia, todos bien ataviados y bien lejanos a esa realidad en la que hay hambre y violencia.

Ya para el ministerio de la Mujer y Derechos Humanos quedan pocas palabras. La impronta de la gestión de Arianna Tanca ha sido la misma: ante varios casos de violación a derechos ocurridos en este gobierno, ella ha optado por la comodidad del silencio para mantenerse en un puesto que le permite reunirse con altos funcionarios de ONGs para engrosar su curriculum; tomarse fotos para ventilar en sus redes sociales y sentarse, literalmente, cerca del poder. Quince días tardó en emitir un comunicado lavándose las manos. Quince.

Ese es el sello de este gobierno: el silencio y la indiferencia ante el país que gobiernan y la suerte de sus ciudadanos.

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