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Esto no es político

Las fundaciones, otro blanco a controlar

María Sol Borja

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.

Actualizada:

20 ago 2025 - 05:55

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En apariencia, el nuevo proyecto llamado Ley Orgánica de Transparencia Social, pretende regular a las fundaciones y evitar el lavado de activos a través de este tipo de organizaciones. Pero en el fondo es un mecanismo peligroso y discrecional que, tal como está planteado, podría convertirse en una herramienta para silenciar voces incómodas que hacen contrapeso al poder desde la sociedad civil.

El problema no es la rendición de cuentas ni la transparencia. Ese es un deber en cualquier institución pública, privada o sin fines de lucro. También se puede entender que haya organizaciones que no están haciendo un trabajo transparente; en ese caso sería importante que el Ejecutivo y los asambleístas que apoyan este proyecto entreguen información clara y veraz sobre qué organizaciones, qué montos y qué mecanismos se están usando para lavar activos.

La discrecionalidad es el mayor peligro. En su artículo 8 habla de la “vigilancia basada en el riesgo, conocimiento de los donantes, beneficiarios y procedimientos de debida diligencia”. ¿Qué significa eso? A renglón seguido dice que: “las obligaciones, controles y mecanismos de supervisión deberán aplicarse de manera diferenciada, proporcional al nivel de riesgo identificado en cada organización”.

¿Qué entidad va a establecer cuál es el nivel de riesgo de cada organización? ¿La Superintendencia de Economía Popular y Solidaria, como ente de control? ¿Cómo esa Superintendencia evaluará ese riesgo, por ejemplo, en una organización dedicada a promover la libertad de expresión o el cuidado medioambiental, cuando el ente de control no tiene ningún conocimiento sobre esos temas?

  • Cuando la democracia estorba

Ojo con lo que viene a continuación: “La entidad de control deberá enfocar sus recursos en la vigilancia de aquellas organizaciones con mayor exposición a riesgos operativos, legales, financieros o reputacionales, promoviendo así una gestión eficiente y focalizada.”

¿Qué es un riesgo reputacional? ¿Quién define qué es una “buena” o una “mala” reputación? ¿El gobierno y su benevolencia?

La vaguedad de este concepto es una puerta abierta al abuso: cualquier ONG que denuncie, por ejemplo, incumplimientos estatales o exponga casos de corrupción o señale desatención del gobierno en ciertos ámbitos o conflicto de intereses, podría ser acusada de afectar la reputación del país y, en consecuencia, ser objeto de sanciones.

En un país con instituciones frágiles y poderes políticos que han demostrado intolerancia a la crítica, entregar al Estado estas herramientas es un riesgo enorme. No se trata de fortalecer la transparencia, sino de domesticar a la sociedad civil.

Esto ya ocurrió en el pasado, con el decreto 16, emitido en junio de 2013, en el gobierno de Rafael Correa. Entonces se establecieron limitaciones

No es la primera vez que un gobierno busca ampliar la vigilancia a las organizaciones de la sociedad civil. En junio de 2013, el entonces presidente Rafael Correa emitió el Decreto 16 — luego reemplazado por el 739— con el que se disolvió la fundación Pachamama, que desde los años noventa trabajaba en la promoción de los derechos humanos y del medioambiente.

  • Estamos advertidos

La causal de disolución constaba en el decreto “desviarse de los fines y objetivos para los cuales fueron constituidas” y “dedicarse a actividades de política partidista; reservadas a los partidos y movimientos políticos inscritos en el Consejo Nacional Electoral, de injerencia en políticas públicas que àtenten contra la seguridad interna o externa del Estado o, que afecten la paz pública”.

Hubo, además, intentos por disolver Fundamedios, organización que trabaja por la libertad de expresión, y Acción Ecológica, enfocada en la defensa del medioambiente.

El decreto fue duramente criticado por organizaciones nacionales e internacionales. Hoy, la propuesta parece corregida y aumentada.

Si las reglas no están claras, el uso del poder se vuelve discrecional y existe un real riesgo de persecución. La discrecionalidad queda en evidencia también en las causales de incumplimiento grave: si una fundación realiza actividades “distintas a las autorizadas” y estas “ponen en riesgo el interés público, la seguridad, la salud o los derechos de las personas”, puede ser sancionada o disuelta.

Pero ¿quién define qué es “el interés público”?

En la práctica, esta ambigüedad otorga al Ejecutivo un poder absoluto para castigar a organizaciones críticas, disfrazando el control político de defensa del bien común. Considerando, además, que la cifra que calcula el gobierno de fundaciones activas es superior a las 60 mil, ¿cómo, a las tareas que ya tiene la Superintendencia de Economía Popular y Solidaria, se va a sumar el control de miles de organizaciones?

  • Amenazas bajo el disfraz de ley

Evidentemente tendrá que hacer un control discrecional, ¿cómo elegirá a cuáles fundaciones vigilar y a cuáles no? Eso tampoco está claro. Quizás para eso esté el reglamento, en donde usualmente, de forma poco transparente, se completa lo que no está en la Ley. Y ahí también puede haber una trampa.

Otro de los requisitos será que las organizaciones entreguen el listado de beneficiarios finales. Pensemos, por ejemplo, en los periodistas de provincias y ciudades tomadas por el crimen organizado.

Muchos de ellos, son beneficiarios finales de pequeños fondos de distintas fundaciones para las que elaboran reportajes o entregan insumos que sirven para informes que permiten conocer el estado de las zonas en las que viven. La mayoría no hacen públicos sus nombres precisamente por los riesgos que enfrentan a diario. Lo mismo puede ocurrir con organizaciones que protegen a mujeres y niñas víctimas de violencia.

En un estado desmantelado y permeado por el crimen organizado, quién garantiza que los datos de esas personas no serán vulnerados y quedarán expuestas a ser blanco de represalias de cualquier índole.

Además, ¿realmente son las fundaciones en donde más se lavan activos? Hasta ahora no hay información oficial sustentada de que así sea.

A todo eso se suma que algunas organizaciones de la sociedad civil como Periodistas Sin Cadenas han denunciado públicamente que no han sido convocadas a un proceso de diálogo a la Comisión de Desarrollo Económico, en control del oficialismo, en la que se tramita el proyecto para que la ley pueda ser construida en conjunto.

Cuán contradictorio suena, además, que se pretenda poner el foco sobre las fundaciones, para supuestamente evitar el lavado de activos, mientras, por otro lado, se plantea una consulta popular en la que se incluye una pregunta que permitiría la operación de casinos, que han sido una herramienta muy útil, precisamente para el lavado de activos que el gobierno dice querer combatir.

La democracia se sostiene no sólo con instituciones privadas y del estado, sino también con la existencia de organizaciones que vigilan, cuestionan y defienden derechos. Pretender que esas organizaciones operen bajo la permanente amenaza de disolución o persecución financiera equivale a cercenar el pluralismo y limitar la libertad de expresión.

Combatir las economías criminales es una tarea fundamental del gobierno, pero da la impresión que en lugar de hacerlo con una política pública sólida y consistente, elige cooptar instituciones y organizaciones independientes bajo pretexto de enfrentar una guerra que no enfrenta.

Este proyecto de ley, si se aprueba, marcaría un retroceso grave. En lugar de luchar contra las economías criminales, opta por poner a las fundaciones bajo un control asfixiante y discrecional que difícilmente resolverá el problema del lavado de activos y sin duda, contribuirá a reducir a la sociedad civil a un apéndice dócil del poder político.

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