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El Chef de la Política

La seducción de los extremismos

Santiago Basabe

Politólogo, profesor de la Universidad San Francisco de Quito, analista político y Director de la Asociación Ecuatoriana de Ciencia Política (Aecip)

Actualizada:

14 nov 2022 - 05:28

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Asumir una posición extremista implica negar cualquier alternativa que no sea la que yo considero correcta.

Soy un extremista del fútbol, por ejemplo, cuando valoro que no hay actividad alguna que pueda coartar mi asistencia al estadio, domingo a domingo. Ninguna. Ni el cumpleaños del hijo, ni el matrimonio del hermano. Nada.

Si a esa ansiedad desbocada por la cancha se suma el seguimiento fanático a un equipo determinado, el extremismo se vuelve aún más notorio.

La defensa de los colores que me cautivan puede más que cualquier cosa y estoy dispuesto a llegar a la agresión por salir avante con mi preferencia.

Este tipo de extremismo, al que se agregarían otros de similar calado, puede resultar trivial e incluso manejable dentro de una sociedad. Sin embargo, existen otros, como los de naturaleza política, que pueden provocar resultados perniciosos.

En efecto, los extremismos políticos son nocivos para la sociedad porque se fundamentan en la anulación de las ideas de quienes piensan distinto sobre temas que son de interés público.

Lo más grave de este tipo de posicionamiento es que, al reducir la posibilidad de debate, conducen a decisiones políticas que afectan negativamente los intereses de la mayoría de la población, esencialmente de la desprotegida en términos económicos.

Dicho de otra forma, cualquier tipo de extremismo en la arena política resulta excluyente, autoritario y pone en tensión el equilibrio que debe existir en un tejido social.

No es cuestión de la orientación ideológica del discurso extremista. Tampoco es relevante la posición o rasgos de quien ejerce el liderazgo que lo enarbola. Lo de fondo es la negación de la capacidad de discutir. Lo preocupante es la disolución de la tolerancia política.

Ecuador es un país que camina firmemente hacia el posicionamiento de una opción política extremista.

Las condiciones para la emergencia de una alternativa de este tipo están dadas, han madurado con el paso del tiempo y lo que resta para la eclosión de un liderazgo que cumpla con estas características es, simplemente, la aparición de un evento que resulte lo suficientemente impactante entre la ciudadanía.

Un atentado a la provisión de servicios básicos, un artefacto explosivo que afecte prioritariamente a población civil; en fin, un disparador de la furia colectiva.

Aunque se podría pensar que el punto neurálgico del escenario descrito es el tema de la inseguridad, en realidad allí está solo un reflejo de un problema mayor y que tiene que ver con la pérdida de la capacidad de escuchar, disentir y, al mismo tiempo, tolerar las ideas ajenas.

En efecto, desde hace mucho tiempo en Ecuador no es posible dialogar entre posiciones opuestas y mucho menos identificar puntos de convergencia.

Frente a cualquier problema público hay puntos de vista que se asumen como únicos, correctos e incontrovertibles. La opinión contraria no es valorada. Peor aún, la opinión contraria es descalificada, vejada y sujeta al escarnio público.

En resumen, quien no está en la línea de lo que se valora como legítimo, no tiene espacio para opinar.

Esta lapidaria situación es aún más grave de lo que parece, pues los alarmantes niveles de intolerancia se expresan también en las universidades, convertidas en estructuras de pensamiento único de las izquierdas o las derechas.

Ahí no hay excepciones. Ahí, en las universidades, hay formación de militancias, no de pensamientos libres.

Lo más preocupante de lo dicho es que no solemos dimensionar que quien se autocensura, para evitar ser reprendido por las redes sociales o por la opinión pública, no por ello deja de mantener sus posiciones respecto a determinados temas.

Ahí no hay una coerción real del pensamiento, sino simplemente una traslación hacia la gesta de una arena política subterránea que, ante la intolerancia y resistencia al debate abierto, busca alternativas para expresarse.

En coyunturas de ese tipo, precisamente, el discurso extremista gana espacio y quien lo abandera asume la representación de quienes han evitado expresar sus preferencias por temores, amenazas o el simple insulto, que no es una cuestión menor.

A meses de un nuevo proceso electoral, valdría la pena posicionar en el debate nacional la necesidad de la tolerancia política como valor esencial de la democracia.

Dado que a los actores políticos el tema les resulta esquivo, quizás porque la mayoría de ellos ni siquiera entienden de lo que se trata, los espacios ciudadanos son la alternativa.

Si acá no hay un intento de enderezar las dinámicas sociales, pronto los extremistas estarán en el poder. En ese momento todo serán lamentos e inútiles golpes de pecho.

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