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De la Vida Real

Cuando el tiempo se detiene: La caída de mi abuela y los mensajes de WhatsApp

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

08 jul 2024 - 05:55

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Mi tío escribió en el chat de la familia: "Mi mamá se cayó, se golpeó la cabeza y estamos en el hospital. No se asusten, no es nada grave". El chat explotó con preguntas:

— ¿Qué le pasó a la abuela?

— ¿Está bien?

— ¿Le van a internar?

— ¿Qué doctor la va a atender?

— ¿En qué hospital está?

Mi tío mandó otro mensaje: "Tranquilos, todo está bajo control". Mi mamá, al mismo tiempo que agarró su cartera, le agarró la mano a mi papá y se fueron al hospital. Yo no podía estar tranquila. Al recibir la noticia el tiempo se detuvo mientras esperaba saber qué iba a pasar con mi abuela.

Mi mami escribió un mensaje: “Mi mamá está bien, pero es necesario drenarle el chibolo que se hizo en la frente”. Mi tío mandó una foto de mi abuela dentro de la máquina de tomografía con el siguiente texto: "Pero le van a hacer más exámenes."

Esa tarde aprendí que la espera es una cápsula de tiempo que se disuelve en el próximo WhatsApp. No hay cómo hacer nada, tampoco cómo preguntar más. Solo hay que esperar. 

Esa tarde sentí miedo por mi abuela, sentí el vacío de una posible ausencia eterna, sentí parálisis frente a la palabra muerte y desesperanza ante una mejoría. Esa tarde lloré de pena, porque sentí que la vejez de mi abuela tocó la puerta y nos dijo "prepárense, cualquier rato puede pasar".

Sentí pena por mi tía que vive con mi abuela y se hace cargo de ella. También sentí culpa por no visitarlas más. Sentí el paso del tiempo de ella, el mío y el de mis papás. Asumí que mi abuela ya no es lo que era, ya no es esa mujer fuerte, elegante y mandona que resolvía todos los problemas sola. Esa tarde, aunque suene absurdo, me sentí huérfana de abuela.

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Quería confesarme ante ella y decirle que era yo quien se comía todos sus dulces de guayaba, quería decirle que fui yo quien rompió su candelabro que heredó de su tía abuela. Quería contarle que me había llevado la mitad de sus libros del velador y su pintalabios rojo. Sentía la necesidad de verle a los ojos y decirle las miles de veces que me cayó mal pero que otras miles no hubiera sabido qué hacer sin ella.

Le quería contar que le admiro, no solo por ser tan guapa, sino por ser ella. Pero no, yo estaba en mi casa y ella en el hospital. El tiempo y la distancia no me permitieron confesarle mis pecados. Casi a las 10 de la noche mi mamá mandó un mensaje a la familia diciendo que ya le dieron de alta.

Al día siguiente compré galletas de chocolate y roscones y fui a verla. Mi tía tenía queso de hoja fresco y un té de jazmín. Nos sentamos en su sala de estar. Qué manía de mi abuela de oír a todo volumen el programa "Regresando con Andrés Carrión".

— ¿Puedo bajar el volumen? —le pregunté.

— No —me respondió— es lo único que me gusta oír.

— ¿Quiere galletitas?

— No. Ya no quiero nada. Solo me quiero ir. No quiero ser una vieja que dependa de nadie, dijo mirándose en el reflejo del vidrio de la ventana.

Vi los ojos de mi tía que estaban llorosos. Vi su disimulo, y también su pena. Se sintió el silencio, a pesar del fuerte sonido de la radio.

Y esa tarde, sentada junto a ella, entendí que la vela se está apagando. No sé cuánto durará su llama, ni con qué intensidad nos alumbrará, pero esa tarde decidí no confesarle nada y seguir robándole sus guayabas, y ofrecerle el último libro de Gabriel García Márquez que estaba en mi cartera.

— No, chiquita, llévate porque ya lo leí.

Cerró los ojos y se quedó profundamente dormida, mientras Andrés Carrión se despedía diciendo: "Hasta mañana". Mi tía levantó el charol, le acompañé a lavar los platos y me dijo: "esto, querida Valen, es lo que nos espera a todos".

Me despedí, prendí el auto y de mi cartera saqué las guayabas y me las comí todas mientras recordaba cómo mi abuela me peinaba con limón para que el pelo me quedara fijado. Cómo se enervaba conmigo porque no me callaba, y con qué amor me cuidaba del sol en la playa.

Mientras manejaba mis lágrimas caían más rápido que la lluvia. Y esa tarde también supe que al chat de la familia ya no podré tenerlo silenciado y que mi mayor terror es que llegue ese mensaje que me despida para siempre de mi abuela.

La Pepé.

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