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De la Vida Real

Niña, ¿se voló el mantel, diga?

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

22 ago 2022 - 05:27

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Nunca me había dado cuenta de lo importante que puede ser un mantel para una historia, hasta que sacudí uno en la casa de la playa de mi abuela, y se cayó al barranco. Sentí que mi alma se fue con él. Mi corazón se paralizó y el vértigo se apoderó de mí.

Esos dos segundos fueron eternos. ¿Cómo le voy a explicar a mi abuela que su mantel adorado se desbarrancó y que no había manera de recuperarlo?

Por unos instantes, pensé en huir del país, pero me pareció una decisión demasiado extrema. Me resigné a confesar la verdad y a comprarle uno de reemplazo, pero, conociendo a mi abuela, sería algo que me sacaría en cara por el resto de su vida.

Para ella, cualquier objeto que tiene en la casa de la playa tiene una historia única y una simbología magnífica.

El sonido de las olas no me dejaba pensar en una estrategia para recuperar el mantel o mi dignidad. Un rayo de sol iluminaba la tela blanca al punto de encandilar mis ojos, y el viento solo lo alejaba un poco más, transformándolo en una simple servilleta de papel. 

Me acordé de que, en diciembre, en plena sobremesa y luego de un delicioso encocado de camarón, mi abuela nos contó que ese mantel, más antiguo que su ser, le recordaba su juventud.

Hace más de 50 años, ella y mi abuelo buscaban un terreno para comprar al norte de Esmeraldas, por San Lorenzo: 

–Estábamos con tu abuelo, agotados. Era la hora del almuerzo, y habíamos pasado toda la mañana recorriendo la playa. Ya nos desmayábamos. De repente, pasó un señor y le preguntamos dónde podíamos almorzar algo. Nos mandó a una casa pobrísima de caña. Una señora muy amable nos dijo que ella nos podía preparar pescado frito o, si le esperábamos un poco más, nos podía hacer un delicioso pusandao. Nunca había oído sobre ese plato ni esa palabra. Decidimos esperar un poco más para probar algo absolutamente desconocido. Era como lanzarse a un abismo y experimentar dónde caíamos.

Esa última frase me retumbó en la conciencia mientras miraba en el horizonte como el mantel alzaba vuelo y se juntaba con las gaviotas.

La tela blanca con hojas azules fue el testigo de esa anécdota de mi abuela. Mientras ella tomaba una tacita de café con calma, nos seguía compartiendo su pasado:

–Este mantel me recuerda tanto al que estaba puesto ese día. Por eso lo compré en Egipto hace unos 40 años. La señora nos hizo entrar en su comedor. La mesa era improvisada con unas tablas dañadas, pero no se notaba, porque las cubría un hermoso tapete blanco con manchas azules. Nos pasó, en unos bellísimos platos de loza blancos con filos rojos y despostillados, la cazuela más maravillosa que he comido hasta el día de hoy. La había cocinado con plátano maduro, camarón, pescado y no sé qué más. Un deleite. Me acuerdo de que con tu abuelo nos repetimos una y otra vez. Para beber, el marido nos bajó tres cocos de una palmera, con un machete hizo el hoyo para que saliera el agua y los puso sobre la mesa, sin vaso, sin sorbete. Cuando traté de tomar un poco, se me derramó la mitad. Intenté limpiar con las servilletas de tela, pero la señora me dijo que no me preocupara, que el agua de coco no mancha. 

Al contar la historia, mi abuela hizo que me imaginara cada detalle, que entrara en el cuento como si yo lo hubiera vivido.

Mi abuela tiene al hablar una magia que transporta en el tiempo, en el clima, en el lugar. Llega a tal punto, que dudé si yo también estaba ese día ahí, buscando un terreno en una playa congelada en el tiempo y comiendo una sopa con sabor a plátano dulce. 

Como a las 10:00 llegó la señora que nos ayuda en el departamento de mi abuela y, al verme paralizada frente al barranco, me dijo: 

-Niña, ¿se voló el mantel, diga?

Negué con la cabeza, pero sabía que sería descubierta y que debía afrontar el accidente.

-Niña, no se preocupe. No ve que a todos se nos ha volado alguna vez y nunca confesamos. Sacudimos en el barranco, y el mantel se va con las gaviotas, por eso es que compré tres metros de tela para suplantarlo cada vez que se vuela.

Y después me dijo, como si nada.

-¿Usted cree que un mantel aquí en la playa va a durar 40 años como dice su abuela? No, niña, solo las historias duran para toda la vida; la tela se pica, se pudre, se va. Del mantel original no queda ni el rastro. 

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