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De la Vida Real

La perrita Oreo llegó a nuestra vida por adopción y suerte

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

24 ene 2021 - 19:01

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Decidimos adoptar un perrito y la búsqueda la hicimos por Facebook.

Voy a resumir la historia: una chica me escribió para decirme que tenía una perrita de raza mestiza, tamaño pequeño, cachorra. "Muchas gracias. Sí, me interesa", le respondí.

Coordinamos la entrega. Salió un muchacho de unos 25 años a entregarnos a este ser vivo, una perrita tan feíta que me rompió el corazón. 

Ni bien me vio, ladró y casi me muerde. Mis hijos estaban asustadísimos ante su furia. "Así mismo es, pero luego ya se calma", nos consoló el joven.  

Era una perrita tan feíta que me rompió el corazón. 

Junto a la perrita, nos dejó una camita, tres mudadas de ropa, unas cobijas y nos advirtió que solo comía una marca de comida, que siempre salía a pasear con la correa puesta y que dormía en su cama.

Nos dijo también que estaba bien educada y que había que bañarle una vez al mes. "Se llama Oreo", concluyó al despedirnos. 

Felices, llegamos a la casa. Apenas se bajó del carro, la perrita empezó a correr como loca. Entró a la casa, subió a la cama, salió al jardín y se hizo amiga del gato.

La Oreo, en menos de diez minutos, ya era un integrante más de la familia. No voy a negarlo. Todos comentábamos qué linda es, como buscando un consuelo a su fealdad. El primer día, no comió nada. Al día siguiente, le llevamos al veterinario, quien le puso las vacunas y nos dijo que le diéramos hígado de pollo, que seguro así comería.

¡Pero qué va! Ni lo probó. También le hice sopa de avena con huesos y sopa de arroz con pollo, pero ni olió los potajes que le preparé. Mi hija empezó a darle de comer. Sacaba comida de su plato para ponerle en la boca a la perrita. "Es mejor esto a que no coma nada", pensamos, sin saber que eso sería un martirio los días siguientes. 

La perrita jamás durmió en su camita. Siempre durmió en nuestra cama y, si le bajábamos, nos ladraba.

Sus necesidades biológicas se podían encontrar con facilidad por toda la casa. A la semana, dije: "¡No más! ¡Hay que devolver a la perrita!" Pero los antiguos dueños nunca más me contestaron el teléfono. Estaba al borde de la locura.

Siempre durmió en nuestra cama y, si le bajábamos, nos ladraba.

Fui a contarle mi tragedia a mi papá, quien me aconsejó buscar un entrenador de perros. Le llamé a un señor que me recomendaron. Vino el domingo al mediodía y nos dijo, sutilmente, que estábamos fregados, que la perrita nos estaba dominando y que, si no le poníamos un alto, ella se adueñaría de la casa.

¿Y ahora cómo educamos a una perra? Él nos dio algunos consejos y nos hizo ponerle la correa. Y lloraba como si la estuviéramos matando.

"Esta perrita ha sido humanizada, ha sido tratada como ser humano y eso es un crimen para los animales, porque se confunden. Ustedes son los amos, y ella es la perra, así que aquí toca meter mano dura", nos dijo.

Mis hijos, asustados, oían con atención todas las instrucciones que nos daba el entrenador de perros. Nos advirtió que hay que dar voz de mando y corregirle todo lo que no queremos que haga. 

"Ustedes son los amos, y ella es la perra, así que aquí toca meter mano dura".

Al comienzo, fue un martirio. Le poníamos la correa y lloraba, a tal punto que el vecino nos llamó a preguntar qué estaba pasando.

Hacer que no durmiera en nuestra cama nos dio las peores noches de la vida, y educarla para que coma es un martirio, porque se da modos de comer la comida del gato, y el gato come la de la perra, pero nos tiene a todos con el corazón derretido.

Cuando le hablamos con voz de mando, se acuesta boca arriba para que le rasquemos la panza. A media noche, se pasa a nuestra cama.

Es muy puntual: se despierta a las seis de la mañana y nos llena de besos, para que la llevemos a hacer pipí. Es una belleza. O sea, no es una belleza… La pobre es tan feíta que nos tiene cautivados con sus encantos.

Se da modos de comer la comida del gato, y el gato come la de la perra.

Gracias al entrenador de perros, hemos logrado una sana convivencia. Pero lo más triste que nos pasó en estos días fue que mi papá, al ver lo felices que estamos con la Oreo, me pidió que le consiguiera un perrito para él.

Hice la búsqueda respectiva por Facebook. Me dieron un cachorrito. La mamá había parido 14 crías. Me vinieron a dejar a la casa un perro de una belleza sin igual.

Mi pá corrió a comprarle todo, desde comida especial hasta una camita. Estaba feliz. El perrito se sintió mal. Vino el veterinario y le llevó al hospital por tres días, pero no resistió y murió de parvovirus. Se llamaba Bimbo.

Definitivamente, adoptar un animal es cuestión de suerte. 

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