Jueves, 25 de abril de 2024
De la Vida Real

Las matemáticas del amor

Valentina Febres Cordero

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

3 Oct 2022 - 5:57

Tener dislexia para mí es un estilo de vida. Me ha tomado la vida entera explicarme cómo funciona el mundo y cómo funciona la gente en él.

No tengo retentiva para los números, me demoro mucho tiempo leyendo porque las filas de las letras bailan frente a mis ojos y, como no tengo ritmo, no logro agarrar el compás al que ellas van.

Me olvido de lo que leo y repito una y otra vez el mismo párrafo, siempre cambiando las palabras, las letras, el sentido… De pronto algo hace clic, y puedo fluir, hasta que viene una palabra complicada y tengo dos opciones: hacerme la loca y continuar o volver a empezar. Y así siempre. Leo, leo todo lo que se puede leer.

Muchas veces me frustro y lloro en silencio.

Cuando estoy relajada la frustración se convierte en diversión, porque es chistoso todo lo que me pasa, pero cuando estoy de malas esa frustración se convierte en un monstruo que me ataca, que me repite, una y otra vez, lo torpe y lo atolondrada que soy. Y me siento chiquitita, tan chiquita que apenas puedo pensar.

No soy una mujer que se caracterice por tener un talento en especial. Tengo pésima voz, no sé dibujar ni pintar y escribo con más errores que aciertos.

Aprendí a escribir las mejores historias en mi mente, porque ahí no hay deslices ni errores, porque ahí el lenguaje fluye sin interrupciones. El problema es que este método es efímero y no queda ningún registro de las maravillas que me imagino. Cuando algo por ahí me acuerdo, el papel no aguanta tanto olvido, y dejo que se escriba otra historia.

No entiendo los números. Nunca aprendí a sumar ni a restar, tampoco a dividir, peor a multiplicar. Pero ahora que soy mamá, con un hijo que también tiene dislexia, la aventura del aprendizaje me resulta una materia novedosa.

Voy al ritmo de él y lo que más me gusta es que ahora no tengo miedo a equivocarme. Aprender sin trabas ha sido algo maravilloso.

En él me veo reflejada. Veo sus frustraciones al intentar leer. Veo su carita de ira cuando un deber no le sale bien y siento su llanto al arrancar la hoja del cuaderno. Vivo sus angustias al no poder sumar ni restar y tampoco escribir.

Me siento junto a él y juntos tratamos de explicarnos un método para poder entender. Él, claro está, me explica a mí y yo, mágicamente, entiendo todo.

Nos reímos juntos, porque lo que tenía que pintar de verde, yo lo pinté de rojo. Donde tenía que poner el cuatro, puse el siete. Y me dice:

-Má, mejor déjame hacer a mí, pero no te vayas. Quédate.

Y yo me quedo contemplándolo. Me quedo porque él me lo pide, igual que mi mamá se quedaba junto a mí, acompañándome. Y me acuerdo lo importantes que son las mamás.

La siguiente tarea es leer. "Empiezo yo", le digo muy solvente. Él me oye, me oye con mucha atención.

-Má, ¿algún día podré leer tan rápido y con tantas voces como lees tú?

-Claro que sí, y vas a leer mucho mejor, porque mientras leo me invento cosas. Esa es la clave para que las palabras mal leídas no se noten tanto.

Le confieso con una gran piedra en la garganta, como si fuera un cubo de hielo que me congela el alma.

-Má, me tengo que aprender las tablas de multiplicar para el viernes. 

-Rey, no te preocupes, juntos vamos a aprender porque yo jamás las aprendí. 

-Mis amigos ya se saben hasta la del ocho.

Y me veo de chiquita, con pánico de enfrentar lo desconocido y recuerdo cómo mis compañeros dominaban el terreno numérico a la perfección. 

-Mi vida, te propongo que aprendernos una tabla por semana. Lo vamos a lograr.

Y juntos oímos canciones de las tablas en YouTube. Bailamos, nos reímos, nos olvidamos y repetimos.

Quién diría que, por fin, voy a aprender a multiplicar. Vamos en la tabla del cuatro, pero en un mes llegaremos a la del ocho. 

-Má, ¿me puedes hacer una pulsera para no olvidarme cuál es mi mano izquierda? 

-Te voy a hacer una pulsera roja para la mano izquierda y una negra para la derecha.

-No, má, luego me hago un lío y no me acuerdo qué color es de qué mano. Solo una pulsera negra para la mano izquierda, por favor.

Y aquí estoy viendo una novela turca, mientras hago con nudos una pulsera para él; me siento mamá, más mamá que nunca, porque mi mamá también me hacía pulseras con el mismo fin, y estoy segura de que con el mismo amor.

Las opiniones expresadas por los columnistas de PRIMICIAS en este espacio reflejan el pensamiento de sus autores, pero no nuestra posición.

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