Punto de fuga
Impuesto para vivir

Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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Hay quienes sostienen que tener Estado no solo es carísimo, sino innecesario (un saludo a esa barra de libertarios que a partir de la siguiente frase empezarán a mentarme la madre); yo, en cambio, estoy en el equipo de los que creen que no tener Estado no solo que es mucho más caro sino la peor idea del mundo —y aquí aclaro que creo en los Estados fuertes y eficientes, de institucionalidad sólida, no en los que amamantan pipones desde la cuna hasta la tumba. Como decía, tan peor es que basta con fijarse en el infortunio de las 32.220 personas que, según la Fiscalía, han denunciado ser víctimas de extorsión en el último año y medio —la mayoría, dueñas de pequeños negocios— para constatar que están sufriendo las consecuencias de la ausencia estatal en una de sus expresiones más nítidas.
Si el Estado cumpliera con sus funciones básicas, por ejemplo, todos los sectores del país contarían con seguridad y no estaríamos a merced de criminales de toda calaña, entre los que ahora despuntan de largo los extorsionadores. Las policías municipales y nacional actuarían no solo con celeridad ante cualquier cometimiento de delitos, sino que actuarían, sobre todo, de forma preventiva; si estuvieran capacitadas y bien dotadas para hacer inteligencia policial, que no es barato, que toma años construir y que además es vital. Mucho más en un mundo en el cual el crimen organizado lleva años de delantera tecnológica a las fuerzas del orden.
El calvario que decenas de miles de ecuatorianos tienen que sufrir a diario porque el Estado no funciona, porque falla en su misión más elemental, no es de dios. Cómo se vive pagando peaje para entrar a la propia casa, como pasa en Socio Vivienda, o para recibir el agua potable a través de un tanquero, que es el calvario de Durán; ¿es vida empezar la jornada laboral sin saber si se regresará vivo a la casa o con una bala entre las cejas por no haber pagado la vacuna (habrá que preguntarles a los choferes de buses de decenas de cooperativas en todo el país)?; díganme, cómo se vive abriendo o cerrando la lánfor con el corazón en la boca a causa de los mensajes de WhatsApp o cartas físicas que siguen amenazando con hacer estallar el local si no se paga una cantidad equis a los malandros de la esquina. Este es el impuesto que miles de ecuatorianos tienen que pagar a las mafias por el pecado (no cometido precisamente por ellos) de no tener un Estado que les asegure las condiciones mínimas de vida.
Soy categórica en esto de la falta de Estado o la desfiguración total de su razón de ser, porque una búsqueda rápida en internet deja ver que los países en los que la extorsión reina a sus anchas comparten una característica: Estados débiles o casi inexistentes. En este club compartimos membresía con México, Colombia, Libia, Somalia, Haití, Honduras o El Salvador; y no se confundan, porque autoritarismo no es sinónimo de Estado fuerte o eficiente, sino todo lo contrario. Bajo un liderazgo autoritario reina la opacidad, pero por debajo la podredumbre sigue en ebullición, carcomiendo la vida de la gente común que solo quiere vivir y trabajar y soñar y caminar en paz.
Ya en el 2023, un estudio realizado por el Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado, mostraba que en todos los sectores empresariales la mayor preocupación era estar siendo extorsionados o la alta probabilidad de serlo: el 90% de los empresarios puso a la extorsión como la mayor amenaza para su seguridad personal y la de su negocio. Ese mismo año, en apenas dos días, 400 contenedores de banano se exportaron con retraso debido a una serie de extorsiones; con las consiguientes pérdidas económicas. De acuerdo con un dirigente de los transportistas, a este sector los extorsionadores les ocasionan 20 millones de dólares de pérdida al mes.
Historias de este tipo se cuentan por decenas a diario en este país huérfano de un Estado eficiente (orfandad que nos aqueja desde hace años, por si acaso, no vaya a ser contagiosa la amnesia que aqueja a la barra correísta). Así no se puede trabajar ni prosperar. Así vamos camino al desbarrancadero. A la ruina económica, social, espiritual, cultural, moral…
Resulta que de los escuálidos bolsillos de millones de ecuatorianos no solo tienen que salir los impuestos para sostener un aparato estatal perezoso y casi inservible, sino que tiene que alcanzar también para pagar impuestos a la delincuencia en forma de extorsiones. Una especie de impuesto para vivir, porque los impuestos que pagamos originalmente, para supuestamente recibir servicios básicos, parece que no cubren ese rubro.
Una aclaración final: creo firmemente en los impuestos, porque son necesarios para convivir en sociedad de forma civilizada y con justicia social. Pero pongámonos de acuerdo, a quién le pagamos esos impuestos, ¿al Estado o a las mafias? Porque la plata no alcanza para tanta gente. Y si el Estado no recobra la presencia en todo el territorio, reclama su poder y recompone los pedazos de la poca institucionalidad que le queda, todo apunta a que los mafiosos se van a quedar hasta con el último centavo (les doy este dato y ya les dejo continuar con su sábado: solo en un barrio, Los Tiguerones ganan dos millones de dólares al año por su línea de negocio de extorsiones). Vamos directo al desbarrancadero.