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Esto no es político

¿A quién le importa un muerto más?

María Sol Borja

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.

Actualizada:

19 feb 2025 - 05:55

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En un país en el que la violencia no da tregua, a parece que se empieza normalizar que los muertos se cuenten por cientos, olvidándose que no son solamente estadísticas, sino vidas, familias destruidas, proyectos truncados, niños huérfanos

Iniciamos 2025 con noticias sucesivas de asesinatos, masacres y muerte: se han vuelto cotidianas las imágenes que se comparten en redes de cuerpos sin vida, tirados sobre la calzada, sangre, llanto, gente que se junta alrededor, convirtiéndonos en espectadores lejanos de un país que se desangra.

Sin terminar de entender qué pasa, Ecuador terminó el primer mes de este año contando un asesinato por hora, la cifra más altas desde que hay registros. ¿A quién le importa que un ciudadano muera violentamente mientras nos despertamos y preparamos para iniciar el día? ¿A quién le importa que, durante toda una jornada laboral, ya hayan sido asesinadas ocho personas más, y que para el momento en que nos acostemos, seguramente habrá seis muertes más?

Para seguir contando, como quien suma cifras que no son vidas, al menos 60 niños y adolescentes han sido asesinados hasta mediados de febrero de este año. Entre los más recientes, están Javier, de 11 meses, que iba en el auto con su papá cuando fue blanco de unos sicarios en Manabí y Mía, de tres años, que recibió parte de los disparos mientras iba en una moto con su padrastro y su mamá.

¿A quién le importan esas vidas?

El gobierno ha mantenido silencio sobre hechos tan graves como estos, que de a poco, han ido rompiendo la narrativa que era muy popular cuando empezaron las masacres carcelarias.

“Bien está que se maten entre ellos”, decían algunos, totalmente desprovistos de humanidad y del conocimiento necesario para entender que esas eran las primeras advertencias de que la violencia irradiaría a tal punto que veríamos lo que hoy estamos viendo: violencia incontrolable e irreconocible.

Cuando la indolencia le ganaba a la capacidad de razonamiento, quizás era inimaginable pensar que un grupo de sicarios con vestimenta militar entrarían a una urbanización privada en Guayaquil para asesinar a tres personas, aparentemente, miembros de una banda criminal. Y ese es el problema cuando el crimen organizado permea todas las instancias de una sociedad, de repente los vecinos, los conocidos, los compañeros, pueden ser parte de un sistema podrido, convirtiéndonos a todos, en posibles víctimas, indolentemente llamadas colaterales.

Tampoco habríamos imaginado ser testigos del asesinato a sangre fría a una persona, por la espalda, dentro del mar, en Playas.

¿Cómo se amanece después de ver esas imágenes? ¿Cómo volvemos a tener una vida cotidiana, común y funcional, mientras a nuestro alrededor, los muertos caen como moscas? Y, a la vez, ¿cómo evitamos que el horror nos paralice y nos encierre dentro de nuestras casas, aterrorizados frente a un futuro inexistente?

Esta debería ser la principal preocupación del país, la que nos junte a todos en un solo grito capaz de exigir que esto pare porque mientras no se pueda contener la violencia, poco espacio puede haber para hablar, debatir, discutir y construir otros temas que también son fundamentales para el país pero que sin posibilidad de una mínima garantía a la vida se vuelven irrelevantes.

El concurso para la renovación parcial de jueces, por ejemplo. ¿Quién le puede prestar atención a algo que parece tan lejano de su vida cotidiana como que un grupo de jueces entren o salgan de la más alta corte del país? Qué difícil darse tiempo y sacar energía para entender algo que parece que nada tiene que ver con los ciudadanos comunes —aunque sí tiene, pues son esos jueces los que toman decisiones que afectan directamente la vida de todos como la despenalización de la eutanasia o del aborto por violación; o la posibilidad de enjuiciar políticamente o no a un presidente— cuando a diario, se enfrenta a la muerte del vecino, del compañero, del conocido, del familiar.

Las bases de la democracia dejan de parecer importantes cuando se trata de sobrevivir. Por eso, el intento de pellizcar votos apelando a la libertad de expresión —con el comunicado de la bancada oficialista cuyo titular asegura que ADN “no permitirá que se reviva la Ley Mordaza del correísmo”— de poco o nada sirven más allá de un círculo reducidísimo de votantes.

Aún más cuando no hay coherencia en sus declaraciones pues difícilmente este gobierno podría ahora, tomar una bandera que ha pisoteado. El retiro de la visa de la periodista Alondra Santiago, la denuncia interpuesta — aunque luego fue archivada— por la entonces ministra Zaida Rovira a una abogada, Dolores Miño, por llamarla “alfombra del poder”, las presiones para el cierre de un programa de televisión, la una reunión con directivos de medios en Carondelet, en la que la Secretaria de Comunicación confesó el uso discrecional de la pauta gubernamental, con fondos públicos, asegurando que no se la entregará a medios que les “den palo”, o el tuit que generó una alerta de Fundamedios, en el que el entonces viceministro Esteban Torres, respondía, burlesco, a un cuestionamiento que hacía Martín Pallares sobre las contradicciones del discurso de Torres, no son precedentes que demuestran una defensa acérrima a la libertad de expresión.

Difícilmente pueden entonces ubicarse como contraparte al correismo y la propuesta de Xavier Lasso, asambleísta electo por la RC, de proponer una ley de comunicación —que ya hay— que revive los fantasmas de una época oscura para el periodismo, con una ley y sanciones hechas a la medida, titulares ordenados desde el poder y aparataje estatal construido discrecionalmente para perseguir a medios y periodistas.

Esta es una discusión que debería importarnos a todos porque la libertad de expresión es fundamental en una democracia, pero ¿cómo se le exige a los ciudadanos que se ocupen de esto, que defiendan las libertades y la democracia, cuando su preocupación principal es salvar su vida?

Para vivir en una democracia, lo primero que se debe garantizar, es la seguridad. Sin ella, las instituciones y los debates que construyen un estado de derecho dejan de ser importantes para la mayoría y abren paso a la posibilidad de que se instalen —o perpetúen— gobiernos autoritarios.

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