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De la Vida Real

Solicitud de amistad aceptada: mis vacaciones con Yanira y los abuelos

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

27 mar 2022 - 19:00

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Hoy en la mañana hice café, saqué el pan del horno y lo puse en la panera de siempre. Mientras untaba mermelada de mora en el pan, me acordé cómo llegó la panera a mi vida.

La casa de mis abuelos, en Quito, era un lugar fantástico y no exagero. El piso era de piedra. El techo tenía claraboyas por todos lados. No era una casa grande, pero cada espacio tenía personalidad.

La sala era relajada, con sillones celestes. Suena feo, pero eran bellísimos. También había una hamaca blanca enorme, donde me encantaba pasar el tiempo. Toda la casa estaba decorada con cuadros, esculturas y plantas que colgaban de las vigas.

Siempre había alguien en la casa de mis abuelos. No era raro encontrarse con personas importantes. Saludaba muy educada y me iba a cualquier habitación.

Mi juego favorito era descubrir secretos. Todos los cajones estaban llenos de papeles, cartas, postales, fotos. Jamás nadie me dijo que no rebuscara; la única orden, al menos la que yo suponía, era dejar todo intacto.

Eran vacaciones de verano, me acuerdo de que pasaba a cuarto grado y tenía nueve años. Era una niña gordita, pecosa y pelirroja. Mi mamá tenía que trabajar y me dejaba encargada donde mis abuelos.

En la cocina había una refrigeradora de madera que era de algún barco antiguo. Lo que me encantaba era que adentro, en la parte de arriba, siempre había chocolates. Como nadie me decía nada, me comía uno tras otro.

Un día de esos, de vacaciones, entré a la casa de mis abuelos y en la sala vi sentada a una niña un poco mayor que yo. Era morena, tenía ojos achinados, pómulos altos, piel canela. Me pareció ver a Pocahontas en persona. La saludé, pero ella no respondió.

Luego apareció un señor con túnica roja, botas de caucho y plumas en la cabeza, me dio la mano y se sentó en el sillón en el que siempre se sentaba mi abuela. Enseguida salió del baño de visitas una señora chiquita, con una falda colorida; estaba descalza y su pelo largo tapaba sus senos.

Fui a la refrigeradora, saqué los chocolates, los puse en un plato y se los ofrecí. Nadie habló, me senté frente a la niña sin saber qué más podía hacer.

Entró mi abuelo y me dijo: "Son la familia del Oriente de tu tío Manuel, no hablan español, pero son la familia Secoya, los del Cuyabeno".

Mi tío Manuel estudiaba Biología en la Universidad Católica. De niña no entendía el mundo adulto, pero tenía claro que mi tío Manuel era como Tarzán: guapo, encantador y muy buena gente. Lo idolatraba. Me trataba como su amiga. Me contaba cosas interesantísimas, hablábamos durante horas.

Me enseñaba fotos de los ríos amazónicos, de los monos y de las canoas. Siempre me prometía que cuando fuera más grande me llevaría al Oriente. Tengo casi cuarenta años y hasta ahora no conozco la selva.

Le pregunté a la niña si quería ver tele. En esa época no había cable, pero las opciones de programación eran excelentes al mediodía. En el canal 4 daban 'Los Locos Adams'; en el 5, 'Los Picapiedra', y en el 8, 'Full House'. 

Mi abuela me dijo que lleve a la niña a la tienda para que compráramos algo. Habían llegado esa madrugada en bus.

La abuelita me dio 100 sucres, abrí el portón y salimos a la calle. Tal vez mi abuela pensó que yo podía cruzar la calle sola, o tal vez pensó que la niña me ayudaría.

Un señor nos vio paradas en la esquina y nos ayudó a llegar a la tienda. Nos esperó para dejarnos otra vez en la esquina. Me acuerdo que compré papas con sabor a pollo y unas choquillas.

Las papas, a mi nueva amiga, le parecieron horribles. En cambio, se acabó todas las choquillas.

Los siguientes 15 días la pasamos increíble con Yanira. Mi abuela nos sacaba a pasear en el carro para conocer la ciudad. Nunca hablamos ni una palabra y tampoco hizo falta.

Para Yanira, el mejor juego era verse en el reflejo de los vidrios. Cualquier reflejo le sacaba una sonrisa. Nos subíamos a la tapia y nos quedábamos mirando a la gente caminar por la calle.

Cuando se fue me dejó unos aretes de pluma, una vasija de barro y esta panera que tanto amo que, gracias a un documental de National Geographic, me enteré de que es un instrumento de pesca.

Luego de 30 años, esta mañana busqué a Yanira por Facebook. La encontré por medio de amigos en común de mi tío Manuel, le escribí emocionada. Ella no se acordaba de mí. Pero aceptó mi solicitud de amistad.

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