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Necesitamos de una autoridad que se anticipe a los hechos

Simón Espinosa Cordero

Periodista, escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción.

Actualizada:

04 oct 2024 - 05:55

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Varios incendios quemaron la vegetación que rodea a Quito, ciudad encantadora por su verdor. Algunos de ellos muy cercanos a hogares pobres y ricos. Quito, envuelto en polvo y humo y ceniza, y sequía y falta de agua. Llamas y chispas y vientos veloces. Llamas combatidas por bomberos de varias ciudades, fuerzas armadas, policías y gente solidaria. Voluntarios organizados y empatía de barrios y barrios y barrios. El humo ahoga gargantas y corazones. El Mesías de la patria ya lo había anunciado con chispeante anticipación. Vuelta la paz, muchos ciudadanos extrañan a alguien que anticipe las catástrofes y ponga un remedio duradero.

El señor alcalde del Distrito Metropolitano y otras autoridades responsables de cuidar de la seguridad ciudadana y el medio ambiente del Ecuador anunciaron que tales incendios no han sido provocados por pirómanos —sujetos que encienden fuego por placer esquizofrénico—, sino por incendiarios criminales que ocasionaron estos siniestros de manera intencional, premeditada y planificada, con un evidente afán de lucro político.

Se trata de actos dolosos, antijurídicos y culpables que las autoridades deben perseguir y castigar de forma pronta e implacable, ya que la frágil circunstancia del Ecuador no está para soportar los eternos tiempos procesales ni para vivir en la imprudente práctica de lo “políticamente correcto”, cuando delitos de inmensa lesividad social están a punto de llevar al país al colapso. Es la hora de lo “existencialmente necesario”, que consiste en salvar la patria antes de verla desaparecer, absorbida por este voraz remolino del Destino.

Para esto, necesitamos de líderes que ejerzan la autoridad que les da la ley. ¡Autoridad!, llevada a cabo con la asunción eficaz del poder concedido, con eficacia, rigor y oportunidad; ¡Autoridad!, inteligente, pues su poder no está en el cargo, - presidente o barrendero-, ni en el ejercicio legítimo del mando está en desfiles, en medallas, en el gusto por la alfombra roja, en el adulo de los aduladores —de esos esclavos enemigos de la libertad y de las buenas costumbres—, sino en la capacidad de respuesta ante la circunstancia de extrema emergencia que vive la República.

A los delitos económicos de una corrupción política sin freno, se suman el vandalismo y la destrucciónde patrimonios públicos y privados: traición a la patria, subversión contra el Estado y el Orden Constituido; sicariato criminal y judicial, tráfico ilícito de drogas, de armas y de órganos humanos; falsificación y tráfico de dinero negro; tráfico de personas para la prostitución, y de niños para la adopción en el extranjero, hasta blanqueo de capitales, aprovechando de que este es un país dolarizado.

Nuestro hermoso país no puede seguir por la senda que siguen ciertos grupos de la Asamblea Nacional preocupados por hacer el juego a los más oscuros intereses de todos los tiempos. Su presencia y accionar son muestras inequívocas de un Ecuador que se ha olvidado de sí mismo y una demostración de que, cuando la excesiva ambición humana toma la palabra, el futuro de la Patria está condenado a muerte.

Si es que estamos en guerra declarada por el gobierno nacional, necesitamos de una autoridad que responda con las categorías punitivas de la guerra, que se anticipe a los hechos y que juzgue el delito de manera abiertamente prospectiva, o sea, que elimine el peligro antes de que los hechos dañosos se presenten y, si se presentan, que tenga el carácter y la templanza para dar una solución definitiva al problema. Si la declaratoria de guerra no es una declaratoria infantil y populista, necesitamos, en consecuencia, de una autoridad de guerra.

Todos estos delitos de extrema maldad y contumacia convierten al delincuente en un verdadero enemigo de la sociedad. En consecuencia, la conservación del Estado, surgido como un pacto social de convivencia con sujeción a la ley, es incompatible con la existencia de aquel; es preciso, entonces, que uno de los dos desaparezca

Estas reflexiones no tienen nada que ver con un llamado a la dictadura. Son una súplica para volver al sentido común, a una disciplina social y comunitaria, a respetar la ley, y a tener conciencia de que la situación es frágil y grave. Todos tenemos la obligación de participar en la reconstrucción de nuestra sociedad, en cultivar el patriotismo, en seguir las leyes morales insertas en lo más profundo de nuestro ser. En pasar de lo banal a lo profundo que nos vuelve más humanos y menos así no más, casi despreciables.

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